HAS CRECIDO (A
mi hija Raquel) MARÍA
ISABEL RUANO
Te has hecho mayor sin que el viento arrasara la gracia de
tus rizos,
sin que las espigas secaran su esbeltez bajo tus pies
descalzos,
sin que las olas dañaran la fragilidad de tu cuerpo.
Has crecido demasiado deprisa.
A penas retengo entre las manos los avatares de tu dicha
y el dolor de tus caídas.
Se enredan en la memoria los nudos del tiempo y del espacio
en esa extraña dimensión que la mente no puede abarcar
pero que dejan una profunda huella en el corazón.
Te has hecho mayor desterrando a los monstruos de los
cuentos
en un rincón de la vieja estantería.
Derribando impasible al coco de las pesadillas y de la noche
que nunca pudo robarte el sueño,
poniendo lógica al sinsentido y análisis al sentir del
corazón.
Has crecido y caminas segura entre piedras y arenisca,
cerezos y alisos, montañas y praderas, curvas peligrosas
que, con valentía, sabes solventar.
Desde el sosiego de la casa soleada, te esperan mis manos
siempre inquietas, los brazos abiertos, los recuerdos y el
color,
la lucha contra el olvido y la íntima oración para tu
protección.
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PARA PASAR LA TARDE JUANA
DOMÍNGUEZ
Ramiro llevaba poco tiempo en la línea 1 de autobuses
urbanos, de una ciudad pequeña. Ésta hervía, con las fiestas de su patrón. Las
paradas llenas de viajeros, con ganas de pasar una tarde entretenida en la
feria. Ese día cuando cerrará en la cochera, seguro que se iría derecho a la
cama, el día había sido muy largo. En todos los viajes de ida, las incidencias
con los ocupantes se iban acumulando.
A mitad de jornada, en la cabecera de línea, los
acontecimientos fueron un caos que le desbordaron. Ya habían subido todos los
pasajeros, la mayoría jubilados, que por supuesto tienen todo el derecho del
mundo a disfrutar y divertirse, faltaría más. Ya iba a arrancar cuando llegó
corriendo una señora agitando la mano para que aguardara, subió, y le pidió por
favor que esperara un segundo, que venía con ella un matrimonio, que la mujer
tenía dificultad para andar, y no podía correr.
-Señora, yo no puedo estar esperando a los usuarios tengo un
servicio que dar, y un horario que cumplir, le contesto Ramiro.
En estas, llego el matrimonio que subió al bus, la enferma
dio las gracias amablemente al conductor por esperarla, y Ramiro arrancó.
Ramiro rumiaba por lo bajo las ocurrencias de la gente. - se
creen con derecho a cosas que no me competen ¡Que ganas tengo de que se termine
mi turno!
En la siguiente parada la situación se complicó, ya había
cerrado las puertas, después de subir los que esperaban en ella, una joven
pedía que no avanzará, que por favor abriera la puerta, su padre estaba en la
acera de enfrente esperándola. Le había llamado por la ventana pero el padre ni
se inmutaba, no la veía ni la oía.
Ramiro abrió la puerta central, la joven bajó, y el consorte
de esta se interpuso en la puerta para obligar a Ramiro a que no la cerrará. A
todo esto, en el autobús ya no cabían más viajeros, el pasillo estaba atascado,
y no había manera de moverse. Llegó la fémina con el padre, subió por la puerta
que había salido, el compañero la libero para, que Ramiro pudiera cerrar y
seguir. Y aquí sí que se enfadó.
Ramiro siguió hasta la siguiente parada, donde la multitud
que esperaba ya no podían entrar. Paró el motor y como no podía salir de su
silla de conducir, se giró buscando a la dama, y harto de tanto desatino le
dijo, claro está, a voces.
- El autobús no es
ningún taxi, no se puede parar un bus
para esperar a nadie, y encima que se cuele por la puerta del centro.
Ramiro estaba desesperado, y con razón. Unos pasajeros que
sí, otros que no. El marido de la joven que iba a poner una queja. Los que
esperaban fuera, que hiciera el favor de abrir. En fin, todos comiéndole en
coco.
Llegué a mi destino, bajé del bus y al arrancar este, vi que
los ojos de Ramiro echaban chispas. Seguro que cuando terminó su turno, se fue
caminando a su casa para no cruzarse con
ningún ocupante de aquel trayecto, a los que hubiera asesinado, con la mirada a
unos y con las manos a otros.
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RALLADURA, DE LIMÓN AMARGO SANTIAGO
J. MARTÍN
La luz dentro del túnel era algo pobre pero suficiente para
poder distinguir cualquier vehículo que circulara por el mismo. Cierto es que
la bicicleta tenía averiada la bombilla trasera y apenas alumbraba, en
cualquier caso eso no era una justificación suficiente para el atropello.
La muchacha había sido arrollada por el rebufo del automóvil
rojo al pasar velozmente junto a ella y no por un impacto directo, que no lo
hubo. Circulaba sin casco protector ya que la normativa municipal permite
alquilar las bicicletas municipales sin ese requisito de seguridad.
Su cabeza, al caer, golpeó con el bordillo y la valla
protectora de la acera que se extiende a lo largo del subterráneo. Las heridas
que presentaba parecían de consideración y por ellas sangraba abundantemente.
El coche paró bruscamente al ser consciente, la persona que
lo conducía, del accidente que había provocado. No había ningún auto más en ese
túnel de la calle Comercio, algo habitual a las 2 de la mañana.
Desde que era pequeña acostumbraba a llevar estadísticas
infinitas e inútiles de casi todo lo que la rodeaba. Cuántas veces le besaba su
madre al cabo del día, motocicletas blancas que se encontraba camino del
colegio, número de ocasiones que tenía que detenerse los domingos cuando iba a
misa, personas más altas que su hermano Víctor que se cruzaba en el centro de
la ciudad.
Como se puede comprobar alguno de estos extremos era difícil
de constatar o de llevar la cuenta, pero ella perseveraba, y siempre que podía,
lo apuntaba en una libretita Guerrero de color verde. Realmente eran muchos
cuadernos los que fue utilizando a lo largo de su vida, porque esa costumbre,
ese hábito cercano al trastorno compulsivo, no paró jamás.
Ella pensaba que ese desarreglo de la atención, por exceso,
claro, le llegó por vía genética, pero estaba confundida. Recordaba una
anécdota de algunas mañanas, cuando acompañaba a su padre a comprar el
periódico al quiosco, camino de sus clases.
-
¿Qué le haces a los periódicos que parece que
les faltan hojas?
Esa pregunta a Vicente, era como una liturgia que su padre
ejecutaba ya fuera lunes o jueves, no sin antes sopesar brevemente el ejemplar
entre sus manos. Tenía la facilidad de, solo comprobando el peso del diario,
calcular con un estrecho margen de fallo, las páginas del Arriba.
-
Supongo que serán más baratos – le comentaba al
quiosquero sarcásticamente.
Y el empleado, sin fallar al dardo habitual de su padre, le
respondía con no menos ironía:
-
No, no, son más caros. Encima que tengo que
estar quitando páginas y dejando solo lo que merece la pena. Ya sabe, don
Eduardo, el tiempo es oro, hasta el mío.
Todo se zanjaba con risotadas mutuas y pullitas sobre los
últimos resultados del Madrid y el Atleti.
Lo del cálculo rápido de su padre no se quedaba ahí, también
tenía especial habilidad para adivinar la hora exacta, a pesar de no mirar a su
Longines más de dos o tres veces a lo largo del día.
Pero lo de ella era otra cosa, una manía. No tenía la
destreza de su padre en las mediciones, pero observaba, contaba, miraba,
escudriñaba sin parar. Aquello no le dio para ser investigadora del CSIC, ni
siquiera para estudiar una carrera, pero terminó siendo una secretaria experta
en taquimecanografía, que requería de capacidades manifiestas relacionadas con
la atención y la velocidad.
Con el paso del tiempo seguía siendo una obsesa de conteos
inútiles. Daba igual si iba a pie, en coche o en bicicleta.
No dejó nunca los paseos con su Orbea, como ella la llamaba.
Y contaba resuellos, niños o árboles. Aunque la verdad, ya no era la antigua
bicicleta sin barra de los años 60, ahora tenía una magnífica mountain bike con
24 velocidades de marca americana y un monoplato ovalado resolutivo para las
cuestas de Madrid y que le permitía no perderse un detalle nimio.
El túnel de la calle Comercio la volvía loca. Siempre que
pasaba con su coche por él, se
encontraba otro vehículo: a su lado, de frente, delante, a su espalda. ¿Habría
algún momento, en ese maldito túnel, en el que no circulara ningún automóvil,
absolutamente ninguno?
Seguro que sí, pero no a las horas que ella acostumbraba a
pasar por allí. Casi siempre a media mañana o a media tarde, cuando iba y venía
al Retiro, al Museo del Prado, a la Residencia de Estudiantes, al Corte Inglés…
Pero la ocasión singular surgió una noche de junio, después
de una cena de empleados jubilados del Congreso. Terminaron tarde y
posiblemente con más alcohol encima de lo conveniente, pero nada que no
permitiera comprobar si era posible circular por aquel dichoso subterráneo, que
salvaba las vías del Cercanías, sin que ningún coche pasara por allí. Bueno,
ninguno excepto su Golf rojo.
Estaba ya a punto de hacerse realidad el hito estadístico,
ningún vehículo por ningún lado, cuando tuvo que aparecer esa bici fantasma.
Frenó de golpe, pensó en bajarse, pensó en marcharse rápido de allí. Fue un
segundo de indecisión. Ningún otro coche era testigo de lo sucedido. Hasta que
finalmente hizo lo que tenía que hacer.
Pobre conductor de autobús y encima novato. Juana, con su relato y el agitado trayecto en autobús, nos hace una verosímil y entretenida descripción, de lo complicado que es el trabajo, en ocasiones, y las exigencias de la gente en general.
ResponderEliminarCon esta "Radallura, de limón amargo" El autor nos hace un extraordinario retrato psicológico de la protagonista , adentrándose en un terreno peligroso capaz de romper todas las estadísticas y llevar al personaje , al borde de la moralidad. Todo ello con detalles anecdóticos qué, por un lado, nos hacen sonreír pero que no ocultan el peligro.
ResponderEliminarSoy compañera y amiga de María Isabel, pero después de leer esta poesía, me gustaría ser su hija...
ResponderEliminarEn cuanto a los otros dos relatos, que decir de ese conductor tan bien definido que tiene que lidiar con pasajeros tan diversos. Leerlo y ponerse en su piel en tan sencillo.
De la Ralladura de limón, no digo nada. Con la firma del relato, suficiente.
Gracias a ti, por el subidón emocional que nos va a durar un tiempo largo. Cuando se aplaque, ya tendremos el siguiente libro para mantener la sonrisa.
ResponderEliminarHermoso poema, María Isabel. Agobiante relato del día a día de un autobusero, bien visto por Juana. Y el reto más amargo que la ralladura del limón, que anotará en su cuaderno el protagonista del estupendo e intrigante relato de Santiago.
ResponderEliminarComo cada viernes, estupendos, es un lujo leeros.
ResponderEliminarMuy buenas fotos, gracias Santiago por una tarde tan mágica. Fué emocionante y alegre, siempre la recordaré añorando las clases. El libro está en proceso de ser leído.
ResponderEliminarComo suele ser habitual, una variada visión de los comecocos que todo el mundo sufrios en ocasiones. Desde los muy poéticos a los más prosaicos, pero siempre interesantes.
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