17/05/2024

COMER EL COCO I

 

LA SEÑORA BERNAL                                                              MANUEL GIL

 

Vale. No voy a negar que soy un poco tiquismiquis. Le doy vueltas a las cosas, las analizo. Sí y, como dice mi amigo Oscar, me como el coco.

 

Todo cierto, pero no es para menos. Pienso que las cosas no surgen porque sí, y ya está. Lo que le pasa a uno es por algo. Y lo de la señora Bernal ha sido muy fuerte.

 

Me dedico conseguir que los ricos, los que tienen mucha, pero mucha pasta, se ahorren impuestos. Hago ingeniería contable. Camino a veces por el borde mismo de la legalidad y, como soy muy bueno, que todo hay que decirlo, consigo unos ahorros muy considerable a mis clientes en su contribución al erario público, a las arcas del estado. Que si fundación por aquí, que si inversión imprevista por allá.

 

A mi me pagan bien, pero la diferencia entre la guita que se queda entre sus manos y lo que gano yo, es como poco, obscena.

 

Y claro, luego está la traición a mi conciencia de clase. Que uno viene de una familia trabajadora, a la que le costó mogollón que su hijo estudiara y que le influyó en su visión progresista e izquierdosa de la vida. Todo lo que estos millonarios dejan de pagar en lo que debería ser su justa contribución a la sociedad, va en detrimento de los que en realidad han sido siempre los míos. Servida pues la contradicción y las comeduras de coco.

 

Cuando tuve la primera cita con la señora Bernal, empresaria de una cadena de cosméticos, quedé bastante impactado. Es una mujer madura, pero una real hembra. Una expresión que me recriminaría mi amigo Oscar por, según él, tener tufo machista.

 

Quería conocer los distintos caminos a tomar para el ahorro de impuestos. Los detalles los vería después con su departamento financiero.

 

Casi todo el tiempo estuvimos solos. Y no os lo vais a creer, pero se formó una corriente muy interesante, yo diría que prometedora entre la dama y yo; palabras con cierto doble sentido, miradas, cómplices…

 

Cuando mejor estábamos se nos unió uno de sus contables. Un tipo con rostro alargado y mirada ladina, que fastidió el buen ambiente.

 

Sentado frente a ellos dos, percibí que ella, de vez en cuando, deslizaba una sonrisa.

El culmen llegó cuando sentí que su pie, que no podía ver por debajo de la mesa, se posaba sobre el mío y subía por mi pantalón hacía arriba.

 

No volvimos a estar solos, cosa que lamenté, pero nos quedaban varias reuniones y eso, me esperanzaba sobremanera. 

 

               - Tío, ¿No será una de tus comidas de coco?

Me decía Oscar.

                - Que tú tienes mucha tendencia a montarte películas.

 

                - No, joder, que ha sido todo como te cuento. Y me gusta. De aquí va  a salir algo.

 

En la siguiente reunión, empezamos con el repaso a uno de los planes propuestos. Su contable estaba presente.

 

               -Ya me ha puesto Edelmiro al corriente, así que señor Méndez vamos a explorar las otras posibilidades, que tenemos. - dijo ella.

 

La encontré distinta, más seria. Tendrá un mal día pensé. No establecía contacto visual conmigo y me tenía un poco desconcertado, pero lo achaqué a la presencia del tal Edelmiro.

Este salió un momento a por documentación y aproveché para sonreírle abiertamente y estirar mi pierna hasta que mi pie se posó sobre el suyo.

 

              - Señor Mendez ¿Está pasando lo que yo creo que está pasando?

 

Dijo, con mirada fulminante, hasta el tono de la voz tenía un eco cortante y frío. Iba a contestar, pero llegó Edelmiro con otro ayudante y todo quedó ahí.

 

            - ¡Joder Oscar!, Esta tía es bipolar o algo así, o eso o es que tiene ganas de reírse de mí, o es una calientapollas de mucho cuidado.

 

            - No seas basto tío, y esa expresión es de machirulo. Si ha tenido ganas de coqueteo un día y al otro no las tiene, pues te vas a tener que joder. No te comas el coco.

 

 Estaba esperando en el despacho para la reunión donde íbamos a decidir el rumbo que le íbamos a dar a los dineros. Yo estaba expectante y medio cabreado por lo ocurrido el último día.

 

Se abrió la puerta y entró Edelmiro que precedía a la señora Bernal. Pero… mis ojos no daban crédito, ¡Había dos señoras Bernal! Idénticas, y menos mal que habían tenido el detalle de vestirse diferente ¡Claro, en la chapa identificativa solo rezaba Sra. Bernal, en las dos! ¡Gemelas! era evidente. Nadie me había dicho nada al respecto.

 

           - Mira Oscar, sin reponerme de la sorpresa, nos sentamos. Empezamos a hablar de los planes financieros, de empresas pantalla y de toda esa mierda. Y de pronto siento que un pie se posa sobre el mío, Miré al frente y no percibí en las Bernal ni un gesto. El único que tenía una sonrisa casi imperceptible era el ladino ese del Edelmiro.

 

           - No jodas Mateo. Te estás comiendo el coco

 

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UNA GUERRA POR CUBRIR                                       ARACELI DEL PICO

     Desde niña tuve muy claro, cual era mi vocación. Quería ser periodista. Me apasionaba el mundo de las letras y estaba segura que en ese campo podía tener un futuro casi brillante. Sueños de jovencita romántica que con todas las ilusiones por estrenar, forjaba un mundo a su manera y veía en “negrita” su nombre al principio de una columna de la primera página del periódico de más tirada del momento. Y porque no? Dispuestos a soñar a lo grande.

     Y claro que sí. Me formé en la Facultad de Ciencias de la información y pronto obtuve mi título, no con poco esfuerzo. No servía una buena nota, éramos muchos los aspirantes, Tenía que ser de sobresaliente para arriba.

 

     Conseguido el objetivo, comencé a comerme el coco, tratando de buscar la rama que más me importaba y donde mi trabajo pudiera ser de más utilidad. Quería ser corresponsal de guerra. Y ahí sí que empezó la guerra para mí. La guerra con la familia.

     Cuando expuse el plan en casa, mis padres, sobre todo mi madre, empezó a llorar sin consuelo, diciendo que no había tenido una hija para que fuera al frente, donde ya en  nuestra guerra civil, le habían matado a dos hermanos. Con mimo infinito y la paciencia de Job a mis espaldas, traté de hacerles entrar en razón.

-          Pero mamá, papá (él callado y con los ojos a punto de soltar el trapo) no podéis entender que es mi vocación, que me he dejado las pestañas durante horas, para conseguir esto? Y una vez conseguido, lo lógico y normal es que busque la línea a seguir que me interesa?

-          Y porque no te dedicas a la moda, la prensa del corazón… que se yo, algo más propio de tu naturaleza, que ir a la guerra como un marimacho?.

 

        Salí dando un portazo, mientras oía decir a mi padre:

-          Ahora sí que la has jodido Mary Paz.

 

       Ahí sí que salió mi naturaleza reivindicativa y la firme decisión de que a poco que pudiera, sería corresponsal de guerra. Y si era posible la de los Balkanes, tan cruel y tan triste por aquel 1992. No dormía. Daba vueltas al coco una y otra vez. Mientras hablaba con otros compañeros de promoción exponiendo mis dudas, deseos, emociones…

 

      En aquel 1992, yo mantenía otra guerra interior conmigo misma. Se llamaba Claudio y nos habíamos conocido en la Facultad. Me gustaba a rabiar y estaba ennoviado con otra compañera. Entre ellos no había promesa de matrimonio, pero era un noviazgo serio. Y Claudio, más tierno que la fruta de su nombre un picaflor que coqueteaba con cualquier cosa que llevara falda o pantalones ajustados. Vamos con todo lo que se ponía por delante. Y yo mira por donde me puse.

     Entré en el periódico El País por méritos propios, hacía todo aquello que me pedían y parece según podía comprobar, que todo bastante bien. Y ahí solicité mi plaza como corresponsal de guerra, para los Balkanes. No podía ser. Esa plaza la cubría el Sr. Pérez Reverte, quien ya tenía relevancia en los artículos que mandaba. Podía ir al conflicto del Líbano. El periodista que cubría aquella plaza había sido herido levemente. Menuda carta de presentación. Pero acepté.

En tres días estaría allí.

      Entre tanto y antes de partir al Líbano el coqueteo con Claudio continuaba y aumentaba. Casi descaradamente. Total si pronto iba a estar en el meollo del conflicto había que aprovechar las dulzuras que la vida pone al alcance tu piel. Y mi piel se erizaba cada vez que Claudio me ponía la mano encima o debajo de la falda. Vamos continuamente.

     Y la noticia llegó a oídos de la novia oficial de turno, Antonia.  ¡Oye y que mal se lo tomó¡ Tal mal, que se montó en su 600. Me esperó a la salida de la redacción y no falló la diana. Volé alto, pero que bien alto.

     Y aquí me tenéis redactando mi crónica personal a través de un amigo , desde una luminosa habitación del Hospital DOCE DE OCTUBRE, donde me ingresaron después del atropello. Según me han dicho, no tengo un hueso sano. Parezco una momia cubierta de vendas por todo el cuerpo. Y la cabeza igualito, salvo un ojo y la boca por donde a través de un tubo me dan el líquido alimento. Las piernas colgadas y los brazos enyesados como un crucifijo. Mi madre viene a verme a diario y en cuento entra, me suelta:

-          Hija por dios, que suerte tuviste con este atropello.    

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UN RECUERDO DE INFANCIA                                                    ANTONIO LLOP

Enrique era un niño de mi colegio. Delgado, temblón y con tics que deformaban de vez en cuando su cara. Tenía el pecho de pollo y las piernas huesudas.

Su intento de salto del potro era todo un espectáculo. Tomaba carrerilla y corría con decisión hasta el botador, lo pisaba con gran ruido y apoyaba sus manos en el lomo del aparato, pero su impulso solo le servía para elevar el culo de forma exagerada y, sin abrir las piernas, caer de nuevo sobre la tabla de bote. La repetición de los intentos a la que le obligaba el profesor solo servía para provocar la hilaridad de todos cada vez que ponía el culo en pompa.

La risa continuaba en clase cuando, al escribir en la pizarra, rompía la tiza constantemente por apoyarla con excesiva fuerza. Y cuando contestaba a las preguntas del profesor con voz de pito, marcando exageradamente las “eses”. Le apodábamos: “Enrique, el nervioso”.

Los niños éramos inmisericordes cuando alguien era diferente, pero a mí me daba pena ese compañero. Así que cuando empezó el siguiente curso y vi que le habían dejado solo en un pupitre dual, sin dudarlo ocupé el asiento de al lado.

Unos días después me enseñó un cuaderno. Era semejante al que todos teníamos en clase, pero aparentaba el doble de grosor porque sus hojas estaban alabeadas debido a que su letra abigarrada estaba hecha con fuerte presión del bolígrafo sobre el papel. Según las pasaba, Enrique me explicaba el contenido de lo escrito:

“Aquí demuestro que Hitler no murió en el bunker de la cancillería….” “Aquí defiendo que las figuras que se ven desde el aire en las explanadas de Nazca en Perú fueron hechas por extraterrestres”... Y así me fue comentando todos los epígrafes, donde no faltaban dibujos de seres extraños y platillos volantes. Ante él ponderé su imaginación, pero para mí pensé que no es que ese niño fuera diferente, sino que estaba loco.

Solo coincidí dos cursos con Enrique, al final de los cuales me di cuenta de que mi intento de evitar su aislamiento solo había servido para que nos marginaran a los dos.

Pasó el tiempo y, junto a tantas cosas de mi adolescencia, olvidé a Enrique. Debía tener veintitantos años cuando un día cayó en mis manos un ejemplar del famoso libro de Erick von Daniken: “Recuerdos del futuro”. Al leer sus teorías sobre la presencia de los extraterrestres en la cultura preincaica, me vino a la mente el cuaderno castigado por el bolígrafo del chico aquel de mi colegio, que contenía afirmaciones parecidas. Por curiosidad, miré la fecha de la primera edición del libro y me quedé estupefacto al comprobar que era posterior a lo que Enrique me reveló en clase. Sonreí con la posibilidad de que el escritor suizo hubiera plagiado a mi compañero.

No volví a acordarme de aquel chico hasta que, muchos años después, vi en la televisión un programa de Cuarto Milenio. Iker Jiménez presentaba a un tal Enrique de Vicente, director de una Revista titulada Año/Cero, especializada en temas esotéricos. En la pantalla apareció un hombre con el pelo ralo, barbita de chivo y lentes en mitad del tabique nasal. Replegado sobre sí mismo en una silla, empezó a hablar de forma sibilante, como mi antiguo compañero.

Empecé a obsesionarme con que si ese tertuliano era o no la misma persona que conocí en mi adolescencia. Le daba vueltas a la cabeza comparando sus rasgos con los que recordaba de él. Se lo comenté a alguno de mis amigos más íntimos quienes me aconsejaron que no me comiera más el coco.

-No te rayes, tío –me dijo mi amigo Pepe-. A lo mejor algún día te surge la oportunidad.

Y así fue. Ese año, paseando por la Feria del Libro de pronto escuché por los altavoces que en una de las casetas Enrique de Vicente firmaba ejemplares de su último libro. Cuando llegué a la caseta indicada, mi primera intención fue presentarme directamente, pero mi pudor superó a mi curiosidad. Así que compré el libro y guardé la cola para recoger el autógrafo del autor. Esperaba que quizás fuera él quien me reconociera.

-¿Cómo se llama usted? – me preguntó con gesto serio cuando llegó mi turno.

Abrí una amplia sonrisa y contesté:

-Enrique, soy Antonio, Antonio Llop.

Creí que con mi gesto cómplice y diciendo mi apellido, nada común en Madrid, él evocaría aquel pasaje de su niñez; que después de un momento de reflexión me preguntaría: “¿Usted y yo no nos conocemos?”; que yo respondería con el nombre de nuestro colegio; que él recordaría la marginación a la que le sometíamos; que ponderaría mi apoyo a su persona, y que me abrazaría en señal de agradecimiento.

Cuando volví de mi ensoñación me encontré con la mirada del autor algo extraviada. Entonces me di cuenta de que ya no me miraba a mí, sino a la persona que iba detrás en la cola para extenderle el correspondiente autógrafo. Azorado, me retiré sin decir palabra. Aún me aferré a que en la dedicatoria hubiese cifrado algún mensaje especial. Abrí la tapa del ejemplar. En el espacio en blanco de la página había escrito: “Para Antonio. Espero que le guste”. Una dedicatoria convencional.

En definitiva, no me había reconocido. Pero, yo a él, sí; y esta vez sin ninguna duda. Su letra furiosa casi había taladrado la primera hoja del libro.

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EL COCOTERO SOBRERO                                                      CARLOS BORT

 

A veces me vuelvo loco

con guateques tropicales:

chachachá, bolero, tango,

papaya, guayaba, mango...

Salvo días excepcionales,

nunca se comen el coco.