24/05/2024

COMER EL COCO II

 

HAS CRECIDO (A mi hija Raquel)                                           MARÍA ISABEL RUANO

Te has hecho mayor sin que el viento arrasara la gracia de tus rizos,

sin que las espigas secaran su esbeltez bajo tus pies descalzos,

sin que las olas dañaran la fragilidad de tu cuerpo.

Has crecido demasiado deprisa.

A penas retengo entre las manos los avatares de tu dicha

y el dolor de tus caídas.

Se enredan en la memoria los nudos del tiempo y del espacio

en esa extraña dimensión que la mente no puede abarcar

pero que dejan una profunda huella en el corazón.

Te has hecho mayor desterrando a los monstruos de los cuentos

en un rincón de la vieja estantería.

Derribando impasible al coco de las pesadillas y de la noche

que nunca pudo robarte el sueño,

poniendo lógica al sinsentido y análisis al sentir del corazón.

Has crecido y caminas segura entre piedras y arenisca,

cerezos y alisos, montañas y praderas, curvas peligrosas

que, con valentía, sabes solventar.

Desde el sosiego de la casa soleada, te esperan mis manos

siempre inquietas, los brazos abiertos, los recuerdos y el color,

la lucha contra el olvido y la íntima oración para tu protección.

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PARA PASAR LA TARDE                                                         JUANA DOMÍNGUEZ

Ramiro llevaba poco tiempo en la línea 1 de autobuses urbanos, de una ciudad pequeña. Ésta hervía, con las fiestas de su patrón. Las paradas llenas de viajeros, con ganas de pasar una tarde entretenida en la feria. Ese día cuando cerrará en la cochera, seguro que se iría derecho a la cama, el día había sido muy largo. En todos los viajes de ida, las incidencias con los ocupantes se iban acumulando.

A mitad de jornada, en la cabecera de línea, los acontecimientos fueron un caos que le desbordaron. Ya habían subido todos los pasajeros, la mayoría jubilados, que por supuesto tienen todo el derecho del mundo a disfrutar y divertirse, faltaría más. Ya iba a arrancar cuando llegó corriendo una señora agitando la mano para que aguardara, subió, y le pidió por favor que esperara un segundo, que venía con ella un matrimonio, que la mujer tenía dificultad para andar, y no podía correr.

-Señora, yo no puedo estar esperando a los usuarios tengo un servicio que dar, y un horario que cumplir, le contesto Ramiro.

En estas, llego el matrimonio que subió al bus, la enferma dio las gracias amablemente al conductor por esperarla, y Ramiro arrancó.

Ramiro rumiaba por lo bajo las ocurrencias de la gente. - se creen con derecho a cosas que no me competen ¡Que ganas tengo de que se termine mi turno!

En la siguiente parada la situación se complicó, ya había cerrado las puertas, después de subir los que esperaban en ella, una joven pedía que no avanzará, que por favor abriera la puerta, su padre estaba en la acera de enfrente esperándola. Le había llamado por la ventana pero el padre ni se inmutaba, no la veía ni la oía.

Ramiro abrió la puerta central, la joven bajó, y el consorte de esta se interpuso en la puerta para obligar a Ramiro a que no la cerrará. A todo esto, en el autobús ya no cabían más viajeros, el pasillo estaba atascado, y no había manera de moverse. Llegó la fémina con el padre, subió por la puerta que había salido, el compañero la libero para, que Ramiro pudiera cerrar y seguir. Y aquí sí que se enfadó.

Ramiro siguió hasta la siguiente parada, donde la multitud que esperaba ya no podían entrar. Paró el motor y como no podía salir de su silla de conducir, se giró buscando a la dama, y harto de tanto desatino le dijo, claro está, a voces.

 - El autobús no es ningún taxi,  no se puede parar un bus para esperar a nadie, y encima que se cuele por la puerta del centro.

Ramiro estaba desesperado, y con razón. Unos pasajeros que sí, otros que no. El marido de la joven que iba a poner una queja. Los que esperaban fuera, que hiciera el favor de abrir. En fin, todos comiéndole en coco.

Llegué a mi destino, bajé del bus y al arrancar este, vi que los ojos de Ramiro echaban chispas. Seguro que cuando terminó su turno, se fue caminando a su casa para no  cruzarse con ningún ocupante de aquel trayecto, a los que hubiera asesinado, con la mirada a unos y con las manos a otros.

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RALLADURA, DE LIMÓN AMARGO                                                   SANTIAGO J. MARTÍN

La luz dentro del túnel era algo pobre pero suficiente para poder distinguir cualquier vehículo que circulara por el mismo. Cierto es que la bicicleta tenía averiada la bombilla trasera y apenas alumbraba, en cualquier caso eso no era una justificación suficiente para el atropello.

La muchacha había sido arrollada por el rebufo del automóvil rojo al pasar velozmente junto a ella y no por un impacto directo, que no lo hubo. Circulaba sin casco protector ya que la normativa municipal permite alquilar las bicicletas municipales sin ese requisito de seguridad.

Su cabeza, al caer, golpeó con el bordillo y la valla protectora de la acera que se extiende a lo largo del subterráneo. Las heridas que presentaba parecían de consideración y por ellas sangraba abundantemente.

El coche paró bruscamente al ser consciente, la persona que lo conducía, del accidente que había provocado. No había ningún auto más en ese túnel de la calle Comercio, algo habitual a las 2 de la mañana.

Desde que era pequeña acostumbraba a llevar estadísticas infinitas e inútiles de casi todo lo que la rodeaba. Cuántas veces le besaba su madre al cabo del día, motocicletas blancas que se encontraba camino del colegio, número de ocasiones que tenía que detenerse los domingos cuando iba a misa, personas más altas que su hermano Víctor que se cruzaba en el centro de la ciudad.

Como se puede comprobar alguno de estos extremos era difícil de constatar o de llevar la cuenta, pero ella perseveraba, y siempre que podía, lo apuntaba en una libretita Guerrero de color verde. Realmente eran muchos cuadernos los que fue utilizando a lo largo de su vida, porque esa costumbre, ese hábito cercano al trastorno compulsivo, no paró jamás.

Ella pensaba que ese desarreglo de la atención, por exceso, claro, le llegó por vía genética, pero estaba confundida. Recordaba una anécdota de algunas mañanas, cuando acompañaba a su padre a comprar el periódico al quiosco, camino de sus clases.

-          ¿Qué le haces a los periódicos que parece que les faltan hojas?

Esa pregunta a Vicente, era como una liturgia que su padre ejecutaba ya fuera lunes o jueves, no sin antes sopesar brevemente el ejemplar entre sus manos. Tenía la facilidad de, solo comprobando el peso del diario, calcular con un estrecho margen de fallo, las páginas del Arriba.

-          Supongo que serán más baratos – le comentaba al quiosquero sarcásticamente.

Y el empleado, sin fallar al dardo habitual de su padre, le respondía con no menos ironía:

-          No, no, son más caros. Encima que tengo que estar quitando páginas y dejando solo lo que merece la pena. Ya sabe, don Eduardo, el tiempo es oro, hasta el mío.

Todo se zanjaba con risotadas mutuas y pullitas sobre los últimos resultados del Madrid y el Atleti.

Lo del cálculo rápido de su padre no se quedaba ahí, también tenía especial habilidad para adivinar la hora exacta, a pesar de no mirar a su Longines más de dos o tres veces a lo largo del día.

Pero lo de ella era otra cosa, una manía. No tenía la destreza de su padre en las mediciones, pero observaba, contaba, miraba, escudriñaba sin parar. Aquello no le dio para ser investigadora del CSIC, ni siquiera para estudiar una carrera, pero terminó siendo una secretaria experta en taquimecanografía, que requería de capacidades manifiestas relacionadas con la atención y la velocidad.

Con el paso del tiempo seguía siendo una obsesa de conteos inútiles. Daba igual si iba a pie, en coche o en bicicleta.

No dejó nunca los paseos con su Orbea, como ella la llamaba. Y contaba resuellos, niños o árboles. Aunque la verdad, ya no era la antigua bicicleta sin barra de los años 60, ahora tenía una magnífica mountain bike con 24 velocidades de marca americana y un monoplato ovalado resolutivo para las cuestas de Madrid y que le permitía no perderse un detalle nimio.

El túnel de la calle Comercio la volvía loca. Siempre que pasaba con su coche por él,  se encontraba otro vehículo: a su lado, de frente, delante, a su espalda. ¿Habría algún momento, en ese maldito túnel, en el que no circulara ningún automóvil, absolutamente ninguno?

Seguro que sí, pero no a las horas que ella acostumbraba a pasar por allí. Casi siempre a media mañana o a media tarde, cuando iba y venía al Retiro, al Museo del Prado, a la Residencia de Estudiantes, al Corte Inglés…

Pero la ocasión singular surgió una noche de junio, después de una cena de empleados jubilados del Congreso. Terminaron tarde y posiblemente con más alcohol encima de lo conveniente, pero nada que no permitiera comprobar si era posible circular por aquel dichoso subterráneo, que salvaba las vías del Cercanías, sin que ningún coche pasara por allí. Bueno, ninguno excepto su Golf rojo.

Estaba ya a punto de hacerse realidad el hito estadístico, ningún vehículo por ningún lado, cuando tuvo que aparecer esa bici fantasma. Frenó de golpe, pensó en bajarse, pensó en marcharse rápido de allí. Fue un segundo de indecisión. Ningún otro coche era testigo de lo sucedido. Hasta que finalmente hizo lo que tenía que hacer.