22/03/2024

UNA BOTELLA DE PLÁSTICO I

 

PLASTICENO GUIPUZCOANO                                           CARLOS BORT                                                        

La pasión de ella era la botella.

Él, Josemari, era aizkolari. Josemari cortaba troncos de árboles con su bigote de plástico reforzado al cromo-vanadio. Como aquel empleo no daba para mucho, Josemari se alimentaba de plásticos que encontraba por el campo, con lo cual su cuerpo iba progresivamente plastificándose, a la vez que su cerebro se asnaba más y más. Tal era el caso que los lugareños, al verlo salir de casa de madrugada con el afilador de bigotes en la mano, solían decir "mira ahí va Josemari a asnar".

Ella se llamaba Ana y entre sus aficiones ocupaba un lugar importante la de hablar inglés sin saber. Pero su pasión, como ya hemos dicho, era la botella. Cualquier botella que contuviera un líquido de elevado grado alcohólico. Aunque en su aldea guipuzcoana nunca faltaba un buen pacharán casero, ella prefería el aguardiente a palo seco, sin el azúcar ni el aroma de las endrinas. En el txoco de la localidad la conocían como "Ana la de la botella" porque siempre iba y venía con una en la mano.

Una mañana en que Ana salió a depositar en el contenedor de vidrio su cotidiana carretilla de cascos vacíos, se cruzó con Josemari que volvía con los bolsillos llenos de troncos de Sequoiadendron aibadios.

Al ver aquel bigote cuyos dientes de sierra relucían, ella cayó prendada. Lo que enamoró a Josemari fue una bonita frase en inglés-camelo que Ana le dijo, de la cual él sólo entendió tres palabras: "café con leche".

Ese día comenzaron una desenfrenada carrera de relaciones íntimas, tala de árboles y vaciado de botellas. Hasta que su amor dio fruto en una niña toda de plástico y en forma de botella.

Tras abandonar a la botellita en el bosque, Ana y Josemari se afiliaron al PNV y comenzaron una campaña subterránea para conseguir la independencia de su comarca.

Para que luego digan que el territorio no marca el destino de las personas                           

 

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CURIOSIDAD                                                                          ARACELI DEL PICO

   Estaba paseando por un pequeño parque, junto a la calle Ramírez de Prado, donde se alzaban unos hermosos árboles, sobre todo pinos. Pequeños arbustos, algunos rododendros, alguna rotonda con cañas de bambú y otras tantas con rosales, que se abrían a los rayos de sol, de la primavera incipiente luciendo sus capullos de diversos colores.

  Aquel relajado paseo, le hizo sentir bien. Un día gris había pesado sobre él. Tenía varias cosas que resolver y no veía el modo de entrar en los problemas y resolverlos. Vio algo que brillaba a través de la alambrada cubierta casi en su totalidad por una espesa enredadera. Pisó el césped y apartó la masa boscosa para ver de dónde procedía esa luz cegadora.

  Detrás un asqueroso estercolero, se ocultaba tras el cuidado parque, y detrás de él, las vías del tren de cercanías vertebraban la zona en dos.

  Entre mil restos de comida en descomposición había una botella de plástico de donde partía el brillo. Su curiosidad fue mayor que el asco que le producía la vista de aquella podredumbre. Intentó bajar saltando la alambrada. El acceso no era fácil, pero lo consiguió.

  En tal intento, un hilo de metal rasgó una de sus piernas de donde comenzó a salir un poco de sangre.  Nada preocupante. Dijo para sí.

  Una vez la botella de plástico en sus manos la abrió con ansiedad. Los rayos de sol incidían sobre el cristal que había dentro y el brilló le cegó. Intentó forzar la botella, romperla con sus dedos para extraer el cuerpo que brillaba, fue imposible. Y sin soltar su presa decidió subir por la pendiente, cuando una serie de roedores le asaltaron. Pidió auxilio mientras el tren a toda velocidad volaba sobre las vías.

             

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VIDA EMBOTELLADA                                                          MANUEL GIL

Issa jadeaba fatigado tras el intenso entrenamiento. Acudió a su bolsa, agarró la botella de agua y bebió con avidez. A su negra piel el sudor le confería un brillo de charol. Estaba feliz. Solo tenía 16 años, y el ojeador de uno de los grandes clubes de primera le había prometido una ficha, algo con lo que siempre había soñado. Con la botella en la mano, una imagen acudió a su mente, la de un pequeño altar que Aminata, su madre, tenía en casa donde una botella similar compartía espacio con ídolos de su cultura africana e imágenes de vírgenes y cristos en extraño mestizaje. Nunca supo por qué. Manías, sonrió pensando en esa mujer que lo sacó adelante sola y le había dado todo.

 El mar se había vuelto negro y una espesa oscuridad envolvía el cayuco, el frío mordía los cuerpos ya lastimados por las quemaduras producidas por la sal y los vapores de la gasolina. Aminata se había movido atrayendo la mirada de Seydou, una mirada casi animal que mezclaba desprecio y una oculta sorpresa; no podía entender como aún vivía.

Había arrojado al mar los cuerpos sin vida del resto de mujeres y niños y los de varios hombres más fuertes y jóvenes.

La rotura del motor los había dejado a la deriva hacía ya diez días. En la tormenta que estuvo a punto de engullirles perdieron las provisiones y el agua, llevaban tres días sin beber. Algunos en su desesperación habían ingerido agua de mar, diarreas galopantes y la total deshidratación precipitaron sus muertes.

Sin embargo, ella aún estaba viva, abrazada a su hijo de meses. Seydou, pensó que el bebé estaría muerto, últimamente no le oía llorar, cuando ese sonido, para él insoportable, había sido lo habitual los primeros días de viaje.

 No se atrevía a acercarse a esa mujer que en su desesperación tenía el aspecto de una fiera herida que aún podía causar daño antes de sucumbir.

          - Si está muerto tíralo al mar. Total, tú no vas a tardar en hacerle compañía. - Le espetó Seydou.

 Él y seis hombres más, además de Aminata, eran los supervivientes de los cuarenta y ocho que habían iniciado el viaje.

 Pensaba que tenía pocas posibilidades de sobrevivir, y si los rescataban, como responsable de la expedición, podía ser condenado por homicidio y tráfico ilegal de seres humanos. Los otros no le preocupaban mucho, pero el testimonio de la mujer podía ser nefasto para él.

 Empezaba a clarear cuando se escuchó el ruido de una embarcación. La silueta de la costa comenzó a distinguirse entre la neblina. Seydou, propinó una patada a la mujer y le arrancó el bulto que formaba el bebé envuelto en la manta. Antes de saltar junto a otros tres hombres para intentar alcanzar la playa a nado, pudo ver que una minúscula mano se movía en aquel revoltijo que había rodado por cubierta.

 En el hospital una débil Aminata, se angustiaba por hacerse entender en su ansia de saber de su bebé. La mirada alegre de una de las chicas miembro de Cruz roja la tranquilizó diciéndole que el bebé estaba vivo. Cuando fue despojada de sus ropas y al retirarle una especie de faja que llevaba, apareció oculta en su interior una botella de plástico, aún quedaba como un centímetro de agua en su fondo.

 

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LA OBRA DE ARTE                                                                               ANTONIO LLOP

Salí con mi amigo Jaime de una exposición de arte contemporáneo a las que él es muy aficionado.

-Pues qué quieres que te diga, Jaime, pero a mí el arte abstracto no me convence.

-No sabes lo que dices, Antonio. Yo salgo emocionadísimo.

Le razoné que no terminaba de encontrar el sentido oculto a toda esa serie de obras hechas con basura y materiales de desecho. Que no entendía por ejemplo la fama de esa figura del hombre delgadísimo y larguirucho hecha de bronce.

- ¿”L´homme qui marche”? ¿La obra de arte más icónica de Giacometti, la joya de la exposición? ¡No lo dices en serio! Mira el catálogo: “captura la esencia de la existencia humana y su relación con el tiempo y el espacio”.

- ¡Nada menos! –exclamé-. Pues yo opino simplemente que el escultor se equivocó en las proporciones; y luego contrató a alguien para que inventara una descripción alucinante con eso conceptos abstractos de esencia, existencia, tiempo, espacio…

-O sea, amigo Antonio, que ¿para ti el arte abstracto es solo un error con un escritor imaginativo detrás? Qué simple eres. Lo que sucede es que no sabes mirar.

No discutí su argumento, pero me picaba su rotundidad. Por eso le lancé un desafío:

-He leído en un cartel de la entrada que iban a hacer otra exposición con artistas aficionados y que se abría el plazo de admisión de obras. Pues bien, yo me presentaré.

-No me digas. ¿Desde cuándo tú haces creaciones artísticas?

-Desde ahora mismo –dije mirando de soslayo la botella de plástico de medio litro de agua que había comprado por si tenía sed.

Le dejé con la incógnita de mi obra. Antes de que venciera el plazo me acompañó al despacho donde se seleccionaban las creaciones. Llevaba mi botellita bien empaquetada con papel regalo. Nos recibió un tipo con coleta, gafas redondas de distintos colores y las orejas llenas de aros.   

Desgarré el paquete y lo puse encima de la mesa. Al verlo, Jaime aguantó la risa. El raro ni se inmutó. Solo me preguntó qué representaba y el título que le pondría. Serio, con aplomo y voz segura le dije:

El título es “Depredador caníbal”. Quiero dejar constancia de la amenaza que para nuestra especie tiene este producto que tarda casi quinientos años en desintegrarse.

El tipo impertérrito, solo añadió:

-Puede valer, pero le diremos a nuestros creativos que lo reflejen en el catálogo de una forma… digamos, más imaginativa. ¿Alguna iluminación especial?

-Sí, sí, quiero que el foco le dé un tono azulado a la trasparencia para destacar la falsa inocuidad de este producto.

El hombre nos prometió que así se haría. Nada más salir, Jaime me dijo con ironía:

-De acuerdo has conseguido colársela a uno de estos fulanos que gustan de lo estrambótico. Pero no pretenderás que nadie te compre esta mierda.

Como seguía picándome, envidé con la apuesta:

- ¿Si consigo veinte mil euros por mi obra aceptarás mis argumentos sobre el arte abstracto?

Aceptó con una sonrisa conmiserativa.

El día de la exposición el local se llenó de gente estrafalaria que deambulaba de una obra a otra. Entre otras creaciones más o menos excéntricas estaba mi botellita de un euro quince sobre un estradillo. En un aparte busqué a la mujer de la limpieza que andaba por los servicios y la expresé mi contrariedad al oído. “Hay que ver lo guarra que es la gente”, me dijo al tiempo que me seguía. Con toda naturalidad recogió mi botella de plástico, la arrugó y la metió en una bolsa amarilla que portaba en su carrito. Me acerqué a Jaime que andaba haciéndose el entendido.

-Has perdido la apuesta –le dije-. Ya no podrás darme la paliza con el arte abstracto.

- ¿Cómo?

-La señora de la limpieza ha destrozado mi botellita. La he advertido que alguien se la dejó olvidada sobre el estrado.

-No te entiendo…

Le miré y le dije con un guiño:

-Olvidé decirte que el organizador había asegurado cada obra por veinte mil euros.