TERMINA EL VERANO MARÍA
ISABEL RUANO
Julio y agosto,
un mismo compás.
Buenos momentos,
silencio y soledad.
Largos paseos,
pocos baños en el mar.
En la piscina,
el agua muy fría.
Calor por todas las esquinas,
mermada la libertad.
Cerradas las ventanas,
la casa como refugio,
el abanico como aliado.
Flotan los recuerdos
por las calles vacías.
Naufragan las ausencias,
la amistad, los abrazos,
los viajes soñados.
Se filtran por las puertas,
las cortinas echadas,
las persianas bajadas.
Dificultad para escapar.
Refresca en septiembre,
subo las persianas,
limpio los cristales,
lavo las cortinas.
A mirar me paro serena,
la calle y el río,
a los niños jugar y reír.
Dejo que el aire entre en la casa.
Me visto de naranja y blanco,
de añoranza morena
en la orilla del mar.
Salgo a la calle,
Camino segura.
Termina el verano.
Septiembre me da paz.
ESE AMOR EN CONSERVA SANTIAGO
J. MARTÍN
Me llamó la atención el olor a vacío, la sensación a cosas
perdidas que me invadía desde que abrí la puerta de cristal, sucia, llena de
pegatinas diversas y todavía con huellas superpuestas de los últimos clientes o
quizás de los propietarios.
No había luz y con esa semi penumbra de las ocho de la tarde
de un profundo septiembre, me empecé a mover con torpeza por el local.
Choqué al principio con varias mesas que parecía que habían
sido colocadas a modo de barricada. Pero no, no era verdad. Mi atolondramiento
ayudaba a trastabillarme y sobre todo mi falta de atención. Mis ojos no se
separaban de aquella pared.
Buscaba con ansiedad lo que no veía. Allí, en su momento,
había un televisor, estaba seguro. Me recordaba plantado con mi Mirinda en la mano y comentando, con el
primo Joaquín, La bola de cristal.
No, no había televisión, ni rastro de ella, ni siquiera una
estantería vacía. Estaría equivocado. Son tantas las cosas que se desvanecen,
que se exageran con el tiempo. A veces pienso que estamos prisioneros de
nuestros recuerdos, que cambian a su antojo los devenires del tiempo.
El mostrador había encogido. En realidad era una barra
normal y corriente, pero en aquellos tiempos para mí era la barrera prohibida a
la que solo llegaban los adultos, que recibían como premio vasos y vasos de
alcohol diverso. Mi padre y mi tío entre ellos. Mucho alcohol.
En una esquina estaba ella. Muy deteriorada, envejecida,
rota, ennegrecida, sin la vida que había llegado a tener. Los ojos que la
miraron puede que no la echaran de menos. Yo sí. No he sido muy de Marilyn como
actriz, pero ese póster, ese póster, es parte de mi vida.
El bar estaba cerrado desde hacía más 20 años. Evidentemente
allí limpiaban de vez en cuando, aunque solo fuera por aquel cartel de se vende.
Durante todo este tiempo nadie había tenido el coraje de
emprender un negocio sobre las cenizas de lo que fue El extremeño en aquel barrio. Y yo no iba a ser una excepción.
Mi curiosidad, el deseo de buscar sonidos que habían
desaparecido, la huida de ese rincón sin ley, donde para llegar, a veces, había
que dar patadas a las jeringuillas, y sobre todo, lo más importante, que me
encontré con el Míguel, el nieto del dueño, en un concierto de Estopa. Y sí,
tenía las llaves del local y claro que me las dejaría.
Cuando vi la hoja del calendario de 2002, a punto de caerse
definitivamente del mundo del tiempo medido, me di cuenta que allí también era
septiembre, que nuestro verano ya había pasado en todas las dimensiones.
ADIÓS VERANO JUANA
DOMÍNGUEZ
Otro verano vivido,
una semana le quito.
Días de cambio y de ocio,
obligaciones ninguna
placer y descanso solo.
Playa de agua caliente,
arena fina y dorada.
Un año entero de espera
para sorber sus bondades.
Dar paseos por senderos
que cuelgan de un
precipicio,
que marea si te asomas.
Sombras de pinos y
arbustos
en subidas y bajadas.
Paisaje a vista de pájaro,
del mar infinito azul
en una acristalada torre.
¿Volverá otro verano
para de nuevo pisarle?
ACUMULATIVO ARACELI
DEL PICO
Ando buscando la
palabra propicia para explicar el verano voraz que he disfrutado. Quizá la he
encontrado en el título? Sí, no la retiro.
Voraz, si, se ha
tragado sin piedad cada uno de sus días y poniendo en todos ellos tanta pasión
y empeño, que sin pensarlo el calor disminuye su intensidad, nos trae el otoño
y yo sigo envuelta en un cúmulo de sensaciones muy especiales. Resbalándome por
un tobogán de luz que disminuye su intensidad pero mantiene despiertas sus
constantes.
Un junio frio,
dejó escapar los primeros baños. Pero la estación implacable, aquella que deja
las ciudades semivacías se presentó de un día para otro. Aeropuertos,
estaciones, carreteras e ilusiones vertidas en otros destinos, desfilaron sin
freno.
Todo a nuestro
alrededor discurre rápido. La edad por ejemplo. Miras tus fotos de niña,
pequeñitas en blanco y negro, luego las del cole, más grandes y aún en blanco y
negro, las de adolescentes, ya en color. Diapositivas, y llega el teléfono
móvil, que en su interior tiene mil ciencias, entre otras las de fijar tu
imagen, cuantas veces quieras; borras, repites, aumentas. En fin, vas viendo
los cambios de tu anatomía, con unos ojos, que han disminuido su brillo y su
tamaño.
Esos cambios, son
definitivos. No es una estación que se va y vuelve en 365 días. Pero nada de
esto es nuevo. Lo vas asimilando poco a poco y si le echas un poco de talento,
acoplas las circunstancias inevitables a tu entorno y logras el mejor de los
veranos. Ese ha sido el mío.
Cambiaba de
decena y reuní a los cercanos en distintas ocasiones. Julio es mi mes. Primero
en el propio día, con la familia. Y en agosto con mi familia creada. Nunca hubo
tanto calor ese tres de agosto. Nada que ver con la temperatura, que era alta.
Era un calor armónico y lleno de cariño. Pero eso existe? Ya lo podéis jurar,
ESO EXISTE. Y en la casa familiar de campo, nos reunimos todos.
Una vorágine, que
se repartió, entre vinos, cervezas y un vermut extra delicioso. Tapas y comida
campera, rematada con su champagne. Mientras el azul del agua, nos llamaba al
chapuzón inevitable.
Pasaron unos días
y me regalé un sueño. Mi viaje a las antípodas. Nada me decepcionó en su
recorrido. Por fin pisé las tierras rojizas del Uluru, en el centro del
desierto Australiano. Ayers Rock se alzaba majestuosa. Y su tierra se ha fijado
en la suela de mis botas, que no pienso retirar. También unos zapatos
deportivos, con restos de arena blanca de las playas desiertas. Y las plantas de mis pies se han suavizado
paseando por la costa de coral, en Craims.
Y esa llegada a
Sydney, aproximándome a los gajos de naranja, donde se inspiró su arquitecto
para levantar el más hermoso teatro de la ópera. Muy cerca el Harbour Bridge
una elipse única. Podría describir con detalle, cada una de mis sensaciones,
tales como acariciar la piel de los marsupiales, que se dejaban hacer
complacidos mil carantoñas.
Claro que podría
detallar mil cosas. Pero eso, será un relato aparte. Ya en otoño. El verano de
2024 se va. Y quiero dejar bien claro mi agradecimiento.