12/07/2024

EL RELATO DE JULIO

 SIEMPRE VA POR DENTRO                                                SANTIAGO J. MARTÍN

Había estado viajando 27 años, todos los veranos, a donde el petardo de su marido, ya ex, afortunadamente, decidía. Y como era un flojo de espíritu, un sin sangre absoluto, siempre se le ocurrían lugares tópicos, demasiado habituales: luna de miel a Mallorca, Semana Santa a Murcia, los quince días de verano a Torremolinos, y si había algún puentecito aprovechable, pues a Lourdes.

Menos mal que de vez en cuando se le ocurría alguna “locura” y terminaban en Andorra para el  puente de la Constitución o en las Fallas para San José.

El día que tuvo que decidir ella, porque les anularon la reserva de Fuengirola y su marido estaba ingresado con apendicitis, se notó, pero bien. Se fueron los cuatro, ya tenían a los gemelos, a Cabo Verde. Aquello, de todas formas, es otra historia.

Muchos se estarán preguntando que hacía esta mujer, Cristina, casada con Eduardo durante 27 años. Bueno él era un rollo de tío, pero ella, ella. Mejor me lo callo.

Lo cierto es que los niños ya no eran niños y se marchaban por su cuenta todos los veranos, que no de casa, donde vivían a cuerpo de rey. Ella, por primera vez, tenía todo el invierno para pensar en sus próximas vacaciones. Fue salir del despacho del abogado matrimonialista con la sentencia de divorcio en sus manos y empezar a planificarlo todo.

Pero a veces no es tan fácil como parece. En algún momento llegó a comparecerse de Eduardo y comprender que terminaran siempre en una playa familiar de la Costa del Sol o de Benidorm. Allí solo estuvieron un verano, que coincidió con lo del escándalo de los niños en el cole. Mejor olvidarlo.

No se rindió Cristina y decidió echar  mano de una voz autorizada y aséptica. No quiso recurrir a ninguna de sus amigas, ni siquiera a las divorciadas, que llevaban una palabra escrita en la frente durante todas las vacaciones, que a ella le resultaba desagradable y ordinaria: FOLL…

Así que, un día a la vuelta del trabajo, echó mano del Chatgpt. Solo tendría que poner los ingredientes básicos y el “guiso” saldría en su punto.

Por un momento tuvo dudas. Su última experiencia con el programa de inteligencia artificial fue desastrosa. Terminó haciendo el ridículo delante de toda la familia. Menos mal que era la familia. 

Ahora sería diferente. Hizo varias intentonas. Los parámetros de búsqueda eran fundamentales. Había que pensarlos bien para que no le ocurriera como la última y terrible ocasión.

Pusiera lo que pusiera le salían opciones que no le atraían en absoluto: Denia, Barcelona, Puerto de Santa María… Al fin y al cabo los resultados no dejaban de ser destinos de masas. Tampoco podía esperar mucho más en el país más turístico del mundo, o casi.

Al final se le ocurrió la palabra mágica. Feo. Eso es, quería ir a un sitio donde no fuera nadie, y qué mejor que un lugar que se distinguiera por ser el más feo de España. ¿Qué dijo la I.A.? Pues, Algeciras.

La belleza siempre había que descubrirla, encontrarla, sentirla, valorarla. Era una estupidez pensar que todo entra a primera vista. ¿Qué pasa con el interior? Las ciudades, los pueblos, los paisajes también tenían su cara B y, quizás, podría ser maravillosa, o al menos había que buscarla, y eso, ya la motivaba. Algeciras. De todas formas, muy convencida tampoco estaba.

Automáticamente asociaba el nombre de la ciudad gaditana al tráfico de drogas. Drogas, palabra maldita. Y qué recuerdos, de todo tipo, de aquel viaje de fin de curso a Amsterdam. Inolvidable.

Decidido, iría a Algeciras. A punto estuvo de reservar en un hotel de 4 estrellas. No, mejor no. Aquello sería un error. Demasiado contraste entre el día y la noche. Iría a un camping. Eso es. Jamás había dormido en una tienda de campaña. Estaría más cerca de la gente normal, de la que busca aventuras y experiencias.

Y desde luego fue un acierto en lo que se refiere a aventuras y experiencias, lo que pasa es que en el libro de instrucciones de Unas buenas vacaciones, no especifica si las vivencias van a ser buenas o malas.

Empezando por montar una tienda de campaña. Y eso que cogió de las que tiras de aquí y ya está montada. El problema fue que, sin querer y sin saber, al expandirse la tienda Igloo rompió parte de la residencia canina que habían instalado los de la caravana de al lado para su bulldog francés de 4 años. Hubo bronca y allí sacó ella a relucir sus raíces de Orcasitas, versión años 80.

Después de este intercambio de pareceres con los vecinos del Camping decidió dar por terminada su experiencia campista. El chat le propuso dormir en la playa, al menos ese día. Y mal hecho, porque estaba prohibido. Se convirtió durante un rato en una fuera de la ley, junto con dos grupos de jóvenes que estuvieron bailando desquiciados toda la noche. Eso sin contar los borrachos que se iban añadiendo a la arena según cerraban las discotecas cercanas. Allí conoció a Julián. Un empleado de la limpieza de la playa del Rinconcillo que le ayudó a recoger sus cosas y le invitó a desayunar. ¡Cómo la vería!

Julián era un nombre falso. El verdadero era impronunciable para ella. El árabe no había sido nunca su fuerte. Si al menos hubiera sido Mustafá o Mohamed, ahora lo recordaría. Lo que no olvidó fue la historia que le contó el muchacho, de cómo llegó hasta allí. Demasiada bonita para ser verdad. Al menos, pasó un buen rato.  

Justo tres días después de llegar a Algeciras decidió un súbito cambio de planes. Llamó a su amiga Andrea y puso rumbo a un nuevo destino. Esta vez con un cartel figurado escrito en la frente y que empezaba por efe.