AROMA DE PRIMAVERA MARÍA ISABEL RUANO
AROMA DE PRIMAVERA
Pétalos blancos languidecidos por la lluvia
que recogen su hermosura mirando a la tierra
en la que, saben, van a morir.
Flor de la jara que huele a resina
con semblante de espinas y gotas rojas
que recuerdan el dolor.
Cantueso morado que huele a infusión,
simula la imagen de las túnicas nazarenas
que, en silencio, están de procesión.
Troncos que se hermanan y consuelan,
dejando la semilla de lluvia de marzo
esparcida por el monte antes de su desaparición.
Amarillas las escoberas, polen de miel para las abejas,
romero lila, bierzo blanquecino que, entre los pinos,
alegran la vista en un cuadro impresionista de color.
Sube el aroma de la tierra desde su raíz hasta mi cabeza,
salpicada la mañana de primavera, el alma serena.
Al fondo y sobre el valle, rizadas las nubes
también besan la tierra,
antes del que el viento del cielo la despeja.
En la montaña, la niebla, que, por momentos,
se eleva, mostrando su ladera por la nieve
equivocada de marzo que la llena.
Alfombra de pétalos blancos sobre la piedra.
Apremia la lluvia, musita la primavera
con aroma de belleza.
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CENICIENTOS SANTIAGO
J. MARTÍN
Suponía que un día tendría que ocurrir. Se pondría mi hermano a
dos palmos de mi cara y soltaría su frase ocurrente, la sentencia que él piensa
que le hace más gracioso y le sitúa como el más
ocurrente de los mortales.
-
Tú has follao. No me digas que no, que tú has
follao.
Yo sostenía con miedo mi vaso de vermú. Mi hermano llevaba
mirándome raro desde hacía un par de minutos. Veía que se me acercaba. Se sentó
a mi lado en el sofá. Belén, su mujer, iba y venía de la cocina al salón
preparando los últimos detalles de la mesa, mirándonos de reojo. Se acercaba la
hora…de la comida.
-
No me mientas, hermano. Ahora entiendo porque
todos los sábados llegas mucho antes que yo a casa.
Desde que murieron nuestros padres, decidimos, mi hermano Jaime y
yo, seguir con la tradición de la comida en familia de los sábados. Sería en su
casa, que para eso estaba casado y tenía dos hijos, peligrosamente cerca de la
adolescencia. Y yo, al fin y al cabo, soltero empedernido para unos y picaflor
para otros, podía ser el que se desplazara sin problemas. Para uno solo todo
era mucho más fácil.
-
Mira, a mí no me engañas.
-
No lo pretendo, Jaime. – le dije,
absolutamente acojonado.
Creía que la situación se estaba pasando de anecdótica a
dramática. Y no iba a poder hacer nada por evitar las consecuencias. Tendríamos
que asumirlas.
-
Échame el aliento, Luisito. Échame ese
aliento.
Mi hermano tenía la costumbre de emplear la mañana de los sábados
haciendo cosas diferentes a lo que acostumbra la mayoría de la gente,
aparentemente culturales, novedosas, frikis, diría yo.
Los domingos eran sagrados: partidito de fútbol sala (yo soy el
portero, no me apetece nada correr y menos un domingo). La semana la dedicamos
los dos al negocio familiar. Somos mecánicos. Mecánicos dentistas.
-
Si te empeñas, pues te soplo a la cara,
hermano
-
Bien, bien. Déjame que interprete lo que estoy
oliendo.
Desde hace tres meses, y después de hacer un curso de pintura con
salsa de tomate, Jaime está sumergido en
un curso medio máster de catador de aromas tropicales. No sé para qué.
¿Tropicales?
-
Ya sé lo que pasa. Y la culpa la tiene mi
mujer. Ven, Belén.
-
Espera, no te precipites. – le dije,
poniéndome de pie.
-
Que no. Ya verás como no fallo, una vez más.
Él era el hijo mayor de la familia. El más listo, el más guapo, el
que tenía la novia más buena, el que antes encontró trabajo, el que tenía el
corazón más grande, el que dio empleo a su hermano pequeño, que soy yo, para
que dejara de medrar con el dinero de la herencia de nuestros padres.
-
Belén. Sé sincera. ¿Juras que me vas a decir
la verdad?
Belén tenía cara de pánico y yo de gilipollas, supongo. Era una
escena muy desagradable que tenía un elemento que no encajaba, Borja. Borja es
mi sobrino pequeño, que estaba allí, al otro lado del sofá tomándose un
Nestea. No podía ser que se liara la
mundial con el niño presente. Mi hermano no era de esos.
-
Dime, cariño. – dijo Belén, con voz
temblorosa.
-
¿Cuántos vermús se ha tomado mi hermano? Es
más, ¿A qué hora se presenta aquí cada sábado y cuántos vermús se toma antes de que yo llegue?
-
Este es el tercero. Como normalmente.
-
Lo sabía, lo sabía- repetía mi hermano,
partiéndose de risa.
Yo llegaba pronto a su casa, a eso de las doce. A la una volvían
de natación Borja y Jonás. Y a eso de las dos llegaba mi hermano, desde hace
tres meses, de su curso de catas tropicales.
-
Si es que no me falla. Tengo un sentido
especial. Voy a ser el rey de los aromas exóticos, pero ya mismo.
Jaime pensaba que tenía poderes. Ahora era su olfato y su gusto.
Todo mentira, como lo de adivinar que el amigo que tenía enfrente hubiera
follado. Nada. Un fiasco. Y yo se lo
decía. “Jaime, alguna vez aciertas, está claro, en el fondo tienes un 50%. Eres
como esa gente que se empeña en adivinar el sexo del niño que van a tener unos
amigos. Un simple 50%”
Mi hermano argumentaba, con habilidad, que lo fácil sería decir
“tú no has follao”. Eso era lo habitual. En cambio jugárselo y acertar, como él
creía, solo estaba al alcance de unos pocos, y uno era él.
Estaba todo el mundo hartito de su frase inoportuna y grosera. Le
daban la razón o le mandaban literalmente a tomar por culo. Desde el cariño,
claro.
-
Lo siento hermano, tienes razón. Es que ese vermú,
me vuelve loco. Vengo antes para ponerme ciego.
-
Es de Cenicientos. Un pueblo de aquí cerca. Me
lo trae Santi, el que era profe de mamá en la Escuela de Adultos.
-
Ya, ya sé quién es.
Después de haber triunfado en sus indagaciones de olfato, volvió el
pánico cuando se dirigió a mi cuñada y le pidió que le echara el aliento.
-
Ves cariño, has sido cómplice de un secreto.
Pero puedo deducir, con ese aliento y este beso que te voy a dar en esos labios
de miel, que tú no te bebes mi vermú, es él.
Reía mi pobre hermano sus propias gracias, fracasando, mientras
acertaba como catador. No, no era vermú lo último que bebió aquella mañana
Belén.
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AROMAS DE CIUDAD JUANA
DOMÍNGUEZ
Callejear por la cuidad, te descubre sitios concretos por su
olor genuino.
Una esquina cualquiera y el tufo de aceite frito te llevan a
la churrería cercana, chocolate caliente y una ración de churros, te llena de
golosina.
Unas calles más abajo el hedor fuerte, de mollejas y gallinejas,
dicen los rótulos de los locales de donde sale un pestilente aroma.
O el nada agradable éter a gasoil, por donde quiera que vayas.
Si caminas por los parques la fragancia a yerba cortada
recuerda el campo, o la de flores blancas de jazmín y azahar que invade la
pituitaria, y si lees perfumería, allí es una amalgama.
Si terminas en la plaza, la fritura de los bares te satura
con bocatas de morcilla o choricillos, o los típicos calamares.
Esencias agradables, poco
aromáticas, o hedores que te revuelven, así son los olores en las ciudades. Sus
ciudadanos aunque lo perciben, pasan de largo o se paran.