12/04/2024

OLORES Y SABORES II

 

AROMA DE PRIMAVERA                                               MARÍA ISABEL RUANO

 

AROMA DE PRIMAVERA

Pétalos blancos languidecidos por la lluvia

que recogen su hermosura mirando a la tierra

en la que, saben, van a morir.

Flor de la jara que huele a resina

con semblante de espinas y gotas rojas

que recuerdan el dolor.

Cantueso morado que huele a infusión,

simula la imagen de las túnicas nazarenas

que, en silencio, están de procesión.

Troncos que se hermanan y consuelan,

dejando la semilla de lluvia de marzo

esparcida por el monte antes de su desaparición.

Amarillas las escoberas, polen de miel para las abejas,

romero lila, bierzo blanquecino que, entre los pinos,

alegran la vista en un cuadro impresionista de color.

Sube el aroma de la tierra desde su raíz hasta mi cabeza,

salpicada la mañana de primavera, el alma serena.

Al fondo y sobre el valle, rizadas las nubes

también besan la tierra,

antes del que el viento del cielo la despeja.

En la montaña, la niebla, que, por momentos,

se eleva, mostrando su ladera por la nieve

equivocada de marzo que la llena.

Alfombra de pétalos blancos sobre la piedra.

Apremia la lluvia, musita la primavera

con aroma de belleza.

 

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CENICIENTOS                                                            SANTIAGO J. MARTÍN

Suponía que un día tendría que ocurrir. Se pondría mi hermano a dos palmos de mi cara y soltaría su frase ocurrente, la sentencia que él piensa que le hace más gracioso y le sitúa como el más  ocurrente de los mortales.

-          Tú has follao. No me digas que no, que tú has follao.

Yo sostenía con miedo mi vaso de vermú. Mi hermano llevaba mirándome raro desde hacía un par de minutos. Veía que se me acercaba. Se sentó a mi lado en el sofá. Belén, su mujer, iba y venía de la cocina al salón preparando los últimos detalles de la mesa, mirándonos de reojo. Se acercaba la hora…de la comida.

-          No me mientas, hermano. Ahora entiendo porque todos los sábados llegas mucho antes que yo a casa.

Desde que murieron nuestros padres, decidimos, mi hermano Jaime y yo, seguir con la tradición de la comida en familia de los sábados. Sería en su casa, que para eso estaba casado y tenía dos hijos, peligrosamente cerca de la adolescencia. Y yo, al fin y al cabo, soltero empedernido para unos y picaflor para otros, podía ser el que se desplazara sin problemas. Para uno solo todo era mucho más fácil.

-          Mira, a mí no me engañas.

-          No lo pretendo, Jaime. – le dije, absolutamente acojonado.

Creía que la situación se estaba pasando de anecdótica a dramática. Y no iba a poder hacer nada por evitar las consecuencias. Tendríamos que asumirlas.

-          Échame el aliento, Luisito. Échame ese aliento.

Mi hermano tenía la costumbre de emplear la mañana de los sábados haciendo cosas diferentes a lo que acostumbra la mayoría de la gente, aparentemente culturales, novedosas, frikis, diría yo.

Los domingos eran sagrados: partidito de fútbol sala (yo soy el portero, no me apetece nada correr y menos un domingo). La semana la dedicamos los dos al negocio familiar. Somos mecánicos. Mecánicos dentistas.

-          Si te empeñas, pues te soplo a la cara, hermano

-          Bien, bien. Déjame que interprete lo que estoy oliendo.

Desde hace tres meses, y después de hacer un curso de pintura con salsa de tomate, Jaime  está sumergido en un curso medio máster de catador de aromas tropicales. No sé para qué. ¿Tropicales?

-          Ya sé lo que pasa. Y la culpa la tiene mi mujer. Ven, Belén.

-          Espera, no te precipites. – le dije, poniéndome de pie. 

-          Que no. Ya verás como no fallo, una vez más.

Él era el hijo mayor de la familia. El más listo, el más guapo, el que tenía la novia más buena, el que antes encontró trabajo, el que tenía el corazón más grande, el que dio empleo a su hermano pequeño, que soy yo, para que dejara de medrar con el dinero de la herencia de nuestros padres.

-          Belén. Sé sincera. ¿Juras que me vas a decir la verdad?

Belén tenía cara de pánico y yo de gilipollas, supongo. Era una escena muy desagradable que tenía un elemento que no encajaba, Borja. Borja es mi sobrino pequeño, que estaba allí, al otro lado del sofá tomándose un Nestea.  No podía ser que se liara la mundial con el niño presente. Mi hermano no era de esos.

-          Dime, cariño. – dijo Belén, con voz temblorosa.

-          ¿Cuántos vermús se ha tomado mi hermano? Es más, ¿A qué hora se presenta aquí cada sábado y cuántos  vermús se toma antes de que yo llegue?

-          Este es el tercero. Como normalmente.

-          Lo sabía, lo sabía- repetía mi hermano, partiéndose de risa.

Yo llegaba pronto a su casa, a eso de las doce. A la una volvían de natación Borja y Jonás. Y a eso de las dos llegaba mi hermano, desde hace tres meses, de su curso de catas tropicales.

-          Si es que no me falla. Tengo un sentido especial. Voy a ser el rey de los aromas exóticos, pero ya mismo.

Jaime pensaba que tenía poderes. Ahora era su olfato y su gusto. Todo mentira, como lo de adivinar que el amigo que tenía enfrente hubiera follado. Nada. Un fiasco.  Y yo se lo decía. “Jaime, alguna vez aciertas, está claro, en el fondo tienes un 50%. Eres como esa gente que se empeña en adivinar el sexo del niño que van a tener unos amigos. Un simple 50%”

Mi hermano argumentaba, con habilidad, que lo fácil sería decir “tú no has follao”. Eso era lo habitual. En cambio jugárselo y acertar, como él creía, solo estaba al alcance de unos pocos, y uno era él.

Estaba todo el mundo hartito de su frase inoportuna y grosera. Le daban la razón o le mandaban literalmente a tomar por culo. Desde el cariño, claro.

-          Lo siento hermano, tienes razón. Es que ese vermú, me vuelve loco. Vengo antes para ponerme ciego.

-          Es de Cenicientos. Un pueblo de aquí cerca. Me lo trae Santi, el que era profe de mamá en la Escuela de Adultos.

-          Ya, ya sé quién es.

Después de haber triunfado en sus indagaciones de olfato, volvió el pánico cuando se dirigió a mi cuñada y le pidió que le echara el aliento.

-          Ves cariño, has sido cómplice de un secreto. Pero puedo deducir, con ese aliento y este beso que te voy a dar en esos labios de miel, que tú no te bebes mi vermú, es él.

Reía mi pobre hermano sus propias gracias, fracasando, mientras acertaba como catador. No, no era vermú lo último que bebió aquella mañana Belén.

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AROMAS DE CIUDAD                                                                        JUANA DOMÍNGUEZ

Callejear por la cuidad, te descubre sitios concretos por su olor genuino.

Una esquina cualquiera y el tufo de aceite frito te llevan a la churrería cercana, chocolate caliente y una ración de churros, te llena de golosina.

Unas calles más abajo el hedor fuerte, de mollejas y gallinejas, dicen los rótulos de los locales de donde sale un pestilente aroma.

O el nada agradable éter a gasoil, por donde quiera que vayas.

Si caminas por los parques la fragancia a yerba cortada recuerda el campo, o la de flores blancas de jazmín y azahar que invade la pituitaria, y si lees perfumería, allí es una amalgama.

Si terminas en la plaza, la fritura de los bares te satura con bocatas de morcilla o choricillos, o los típicos calamares.

 Esencias agradables, poco aromáticas, o hedores que te revuelven, así son los olores en las ciudades. Sus ciudadanos aunque lo perciben, pasan de largo o se paran.