27/09/2024

SIN DINERO 1

 

EL APRENDIZ DE INVENTOR                                     ANTONIO LLOP

Señores y señoras, me encuentro sin dinero. Arruinado y sin posibilidad de remontar a corto plazo. Pero a ver si contándoles esta desgracia mía consigo una limosna al menos para comer hoy.

Mi meta en la vida es ser un buen inventor. No soy licenciado en ninguna materia pero soy un curioso convencido. Sueño con seguir la tradición de aquel compatriota que se hizo millonario ideando un caramelo pegado a un palo.

Ya en el colegio destaqué por mi imaginación. En Mates, por la disposición fija de todos los alumnos, el sol daba siempre en el pupitre que ocupaba Angelines, la chica más guapa de la clase. Ella, incómoda, protegía su hermoso rostro de forma precaria con un cuaderno. Algunos chicos quisieron ganarse su atención. En ausencia de cortinas, fabricaron una de hojas de cuaderno pegadas con cello en la ventana, cosa que no resultó porque los papeles se desprendían fácilmente. Era un caso claro para mi inventiva. Deduje que lo más efectivo sería azogar la franja de cristal donde incidía el sol a esa hora. Pero no iba a hacerlo con pintura oscura y una brocha por la molestia de llevar la lata y el riesgo de mancharme con el goteo. Observé los aerosoles de laca que utilizaban mis tías para sostener sus historiados peinados, y quise manipular los envases para lanzar de forma elegante la tinta china rebajada con agua cuya proporción había ensayado. Pero los envases eran estancos, por la presencia de gases, y no se podían rellenar. Entonces aproveché un recipiente de plástico, e ideé una cánula que terminaba en una tapa con un agujerito que se ajustaba a la boca del mismo. De esta forma con una simple presión de la botellita y sin necesidad de gases que comprimieran el líquido salía un chorro más o menos pulverizado. Al día siguiente, antes de que vinera el profe, me levanté y, procurando sobre todo que la diosa me viera, rocié la franja de cristal con el producto con lo que entraba la luz pero no incidía directamente en sus ojos. Ese, mi primer invento, podía haber sido patentado con éxito tras las correspondientes mejoras. Se trataba nada menos que de evitar el lanzamiento a la atmosfera de los famosos CFC, gases que dañaban la capa de ozono y que terminaron prohibiéndose algunos años más tarde. Pero no lo hice por ignorancia y por mi tierna edad. Y mi única recompensa fue una sonrisa de Angelines aparejada a la envidia de mis compañeros por su deferencia. Pero también conseguí una bronca de mi madre cuando tuvo que limpiar la prueba que realicé en el espejo de mi cuarto de baño. Y que el conserje del colegio se acordara de ella cuando a su vez tuvo que quitar la mancha de pintura de la ventana de Angelines.

Entonces pensé que quizás podía hacer la vida más fácil a todo el mundo con mis ocurrencias, hacerme famoso y a la vez mejorar mi capacidad económica. O al menos eso creía cuando, ya de mayor, comencé este emprendimiento fracasado que estos días culmina con la quiebra de mi empresa.    

Me adentré en algo aparentemente seguro: el negocio de las mascotas. En este caso me ayudó un amigo veterinario que me explicó los procesos de eliminación de las micciones y deposiciones en estos animales. Entonces ideé unos electrodos conectados al vientre de perros y gatos que lanzaban los impulsos perentorios a un collar que portaban. Las sensaciones de urgencia se traducían en ondas verbales. Tenía grabada la frase: “Por favor, necesito ir al servicio” con variedad de voces. Para los canes tenía varias versiones con tonos más o menos graves, según su peso. Y más atiplados para los felinos. Compré miles de artilugios por lo que tuve que pedir un préstamo al Banco. Ellos, menos románticos que yo, no veían ese negocio tan seguro por lo que además me tuvieron que avalar mis padres, que ahora no quieren saber nada de mí. El resultado fue catastrófico. A los propietarios de mascotas les resultaba raro escucharlas hablar, incluso algunos se asustaban. Por otra parte las tiendas me devolvían el producto y me decían que, al fin y al cabo, todos sus clientes ya conocían las necesidades de sus animales de compañía y que los hábitos de salida a la calle no eran solamente por la necesidad de deponer excrementos sino para caminar ambos por el parque al aire libre.

Solo vendí unos cuantos collares a gente que les hacía gracia la voz de su mascota, o a bromistas que al ver la reacción sorpresiva de gente desconocida en el parque decían aquello de: “A mí no me mire. El ventrílocuo es él. Yo solo soy el muñeco”.

De esta manera me encuentro sin dinero, aunque no desespero. Estoy seguro de que algún día conseguiré inventar algo tan sencillo y efectivo como fue el “chupachups”. Pero mientras tanto les ruego que contribuyan con su voluntad a mi sostenimiento más básico.


 

MI CARTERA                                                              JUAN SANTOS

Nunca tuve la cartera tan delgada como ahora. Recuerdo cuando tenía a tope todos los compartimentos: el carnet de identidad, el de conducir, la tarjeta de la Seguridad Social, la tarjeta de crédito, el retrato de mi mujer, la quiniela… Y sobre todo dinero, mucho dinero.

Yo también estaba más gordo que ahora. Parece que mi cartera y yo nos hemos puesto de acuerdo para hacer una dieta de adelgazamiento. Una dieta indeseada por mi mala cabeza. Mi cartera empezó antes que yo. Las tarjetas de crédito me las quitaron con una liposucción bancaria. Después, fui perdiendo los billetes con el ejercicio de entrar y salir de supermercado a comprar alimentos precocinados. Y luego, por la noche en el bar, como cenaba en vaso, me los quitaba el camarero para cobrarme, porque mi vista estaba nublada y mis manos temblorosas.

El problema es que no la reponía y cuando gasté los últimos cinco euros, me quedé con la tristeza del niño que lo dejan sin paga un domingo, por travieso.

A partir de entonces, empecé a adelgazar yo también. De nada me sirvió vender en Wallapop mis niquis y mis vaqueros. Tampoco me sacó de la ruina empeñar la cadena de oro que me regaló mi madre y mi anillo marital con sus nombres y su fecha. Todo me lo he comido y me lo he bebido, miserablemente, sin alimentarme y sin dar lustre a mi derrotado cuerpo.

Nunca debí abandonar mi hogar, pero ya es tarde. Hoy solo tengo lo puesto, con mi vieja cartera en el bolsillo de atrás del pantalón. Esta raída y desconocida como yo. Hace tiempo que me deshice del carnet de conducir y el de identidad, porque ese no era yo. Solo conservo, en el compartimento transparente, la foto de mi mujer. Por eso no la he tirado todavía.

 


 

OPORTUNA AVERIA                                                  ARACELI DEL PICO

 

Siempre que hablaba con mi amigo Luis, era la misma  cantinela…

 

-          Jo tío, no sabes cómo me apetece una birrita.

-          Y por qué no te la tomas?

-          Joer, porque estoy tieso.

-          Venga ya, para la birrita, siempre queda.

-          Quedan los amiguetes, porque me invitarás a una, verdad.

 

Me echaba la mano por el hombro, me arrastraba hasta el bareto más próximo y nada más entrar alto y claro, pedía.

 

-          Niño, ponnos dos Voll-Damm.

 

Él, lapa terrestre, siempre encontraba la alcayata de donde colgarse, y pedía a lo grande, como si al final, pagar la consumición, saliera de su bolsillo. Y desde luego de mí conseguía todo.

 

 Aun así, Luis era un tipo que caía bien a todo el mundo. Era abierto y sincero. Y un guaperas redomado, que siempre estaba rodeado de chicas.  No presumía de nada. No tenía dinero? Pues lo cantaba a los cuatro vientos. Que echaba una quiniela y le tocaba cualquier cosa? Rápidamente reunía a todos los amigos previamente sableados y les invitaba, hasta quedarse sin una perra.

 

 El paso del tiempo nos llevó por diferentes derroteros. El grupo de los cuatro, como nos solían llamar, se disolvió. Nos instalamos en diferentes lugares, ejerciendo las carreras elegidas y disfrutando, ya casados y con hijos de una vida bastante sólida,  Solo Luis se quedó en Madrid.

 

Yo vivía en  Barcelona. Casi nunca venía a Madrid. Y cuando lo hice en alguna ocasión jamás me encontré con él. En mayo del pasado año, tuve qué venir,  por compromisos familiares y cuando me acercaba a Madrid, con Ana, mi mujer, noté unos extraños ruidos en el coche. Paré abrí el capó como si fuera capaz de arreglar algo y un golpe de vapor estuvo a punto de abrasarme. Paré el motor e incapaz de tomar una solución me quedé parado en la cuneta. Mientras tanto Ana, con su habitual ironía preguntaba…

 

Algo habrá qué hacer, no? Desde luego a la ceremonia religiosa ya no llegamos. Esto te pasa por no hacer las revisiones en su momento. Crees que los B.M.W. no se estropean? Pues ahí lo tienes.

 

Levanté la mano, paré otro vehículo y un joven muy amable, me indicó que a dos kms., había un desguace donde quizá pudieran arreglarlo. Con las indicaciones precisas llegué al desguace, temiendo que el motor y nosotros saliéramos ardiendo. Allí  dos perros enormes salieron ladrando y detrás un individuo alto, envuelto en un mono lleno grasa se acercó. No le conocí. Solo cuando inquirió – En que puedo servirle? Reconocí a Luis. Su voz era inconfundible. Él me conoció al instante. Y por supuesto, no frenó su irremediable espontaneidad.

 

-          Coño Marquitos, pero qué sorpresa¡¡¡

 

  Me dio el mejor de los abrazos, en el más inoportuno de los momentos. Quedé impregnado con el olor de mi amigo y parte de la grasa que llevaba encima. Ana salió del coche espantada. Tampoco Luis se lo pensó.

 

-          Tú eres Ana, verdad?

 

Otro abrazo sincero, pero inoportuno. Ana comenzó a llorar sin freno. Le expliqué los motivos que nos traían a Madrid. De ahí que ya viniéramos vestidos para la ceremonia. Y ahora? Y el coche…

 

Se acercó a mi mujer y con dulzura infinita pasó sus tiznados dedos por su cara enjugando sus lágrimas.

 

Vamos a ver, todo tiene arreglo menos la parca. Y esa, hoy, está de vacaciones. Vivo cerca, vamos a mi casa…

 

Dio un grito, llamó a un tal Eladio y le dio instrucciones para que sacara el Ferrari a la puerta en media hora. Llegamos a su casa que resultó ser un casoplón, decorado con gusto exquisito. Abrió los vestidores.

 

Creo que tú y yo, somos de la misma talla. Coge lo que quieras. Y tú, Ana, seguro que encuentras lo necesario en la habitación de mi chica. Ana se miró al espejo y viendo su cara tiznada, comenzó a reír sin freno. Nunca se había visto en una situación tan dispar. Sus lágrimas tornaron en risas por cualquier bobada. Histeria? Nervios? Yo que sé.

 

Lo cierto, es que Luisito movió hábilmente los hilos, para que con las prestadas ropas estuviéramos elegantes y lo que es mejor, puso a Eladio a nuestro servicio, con el Ferrari incluido. Llegamos. Con retraso pero llegamos.

 

Volvió a recogernos al día siguiente, estiloso, derrochando ingenio. Con mi coche arreglado y la promesa de que antes de volver a Barcelona comeríamos juntos. Mi mujer se adelantó al sí, que yo pensaba darle.

 

 Ahora después de un año y tres meses que rumio mi soledad en mi humilde casa de la calle Mallorca, veo las Torres de la Sagrada Familia y no me centro en su belleza, solo pienso… y cuanto me darán por el añoso B.M.W. Es todo cuanto tengo.