EL APRENDIZ DE INVENTOR ANTONIO LLOP
Señores y señoras, me encuentro sin dinero. Arruinado y sin
posibilidad de remontar a corto plazo. Pero a ver si contándoles esta desgracia
mía consigo una limosna al menos para comer hoy.
Mi meta en la vida es ser un buen inventor. No soy
licenciado en ninguna materia pero soy un curioso convencido. Sueño con seguir
la tradición de aquel compatriota que se hizo millonario ideando un caramelo
pegado a un palo.
Ya en el colegio destaqué por mi imaginación. En Mates, por
la disposición fija de todos los alumnos, el sol daba siempre en el pupitre que
ocupaba Angelines, la chica más guapa de la clase. Ella, incómoda, protegía su
hermoso rostro de forma precaria con un cuaderno. Algunos chicos quisieron
ganarse su atención. En ausencia de cortinas, fabricaron una de hojas de
cuaderno pegadas con cello en la ventana, cosa que no resultó porque los
papeles se desprendían fácilmente. Era un caso claro para mi inventiva. Deduje
que lo más efectivo sería azogar la franja de cristal donde incidía el sol a esa
hora. Pero no iba a hacerlo con pintura oscura y una brocha por la molestia de
llevar la lata y el riesgo de mancharme con el goteo. Observé los aerosoles de
laca que utilizaban mis tías para sostener sus historiados peinados, y quise
manipular los envases para lanzar de forma elegante la tinta china rebajada con
agua cuya proporción había ensayado. Pero los envases eran estancos, por la
presencia de gases, y no se podían rellenar. Entonces aproveché un recipiente
de plástico, e ideé una cánula que terminaba en una tapa con un agujerito que
se ajustaba a la boca del mismo. De esta forma con una simple presión de la
botellita y sin necesidad de gases que comprimieran el líquido salía un chorro más
o menos pulverizado. Al día siguiente, antes de que vinera el profe, me levanté
y, procurando sobre todo que la diosa me viera, rocié la franja de cristal con
el producto con lo que entraba la luz pero no incidía directamente en sus ojos.
Ese, mi primer invento, podía haber sido patentado con éxito tras las
correspondientes mejoras. Se trataba nada menos que de evitar el lanzamiento a
la atmosfera de los famosos CFC, gases que dañaban la capa de ozono y que
terminaron prohibiéndose algunos años más tarde. Pero no lo hice por ignorancia
y por mi tierna edad. Y mi única recompensa fue una sonrisa de Angelines
aparejada a la envidia de mis compañeros por su deferencia. Pero también conseguí
una bronca de mi madre cuando tuvo que limpiar la prueba que realicé en el
espejo de mi cuarto de baño. Y que el conserje del colegio se acordara de ella
cuando a su vez tuvo que quitar la mancha de pintura de la ventana de Angelines.
Entonces pensé que quizás podía hacer la vida más fácil a
todo el mundo con mis ocurrencias, hacerme famoso y a la vez mejorar mi
capacidad económica. O al menos eso creía cuando, ya de mayor, comencé este
emprendimiento fracasado que estos días culmina con la quiebra de mi empresa.
Me adentré en algo aparentemente seguro: el negocio de las
mascotas. En este caso me ayudó un amigo veterinario que me explicó los
procesos de eliminación de las micciones y deposiciones en estos animales.
Entonces ideé unos electrodos conectados al vientre de perros y gatos que lanzaban
los impulsos perentorios a un collar que portaban. Las sensaciones de urgencia se
traducían en ondas verbales. Tenía grabada la frase: “Por favor, necesito ir al
servicio” con variedad de voces. Para los canes tenía varias versiones con tonos
más o menos graves, según su peso. Y más atiplados para los felinos. Compré miles
de artilugios por lo que tuve que pedir un préstamo al Banco. Ellos, menos
románticos que yo, no veían ese negocio tan seguro por lo que además me
tuvieron que avalar mis padres, que ahora no quieren saber nada de mí. El
resultado fue catastrófico. A los propietarios de mascotas les resultaba raro
escucharlas hablar, incluso algunos se asustaban. Por otra parte las tiendas me
devolvían el producto y me decían que, al fin y al cabo, todos sus clientes ya
conocían las necesidades de sus animales de compañía y que los hábitos de
salida a la calle no eran solamente por la necesidad de deponer excrementos sino
para caminar ambos por el parque al aire libre.
Solo vendí unos cuantos collares a gente que les hacía
gracia la voz de su mascota, o a bromistas que al ver la reacción sorpresiva de
gente desconocida en el parque decían aquello de: “A mí no me mire. El
ventrílocuo es él. Yo solo soy el muñeco”.
De esta manera me encuentro sin dinero, aunque no desespero.
Estoy seguro de que algún día conseguiré inventar algo tan sencillo y efectivo
como fue el “chupachups”. Pero mientras tanto les ruego que contribuyan con su
voluntad a mi sostenimiento más básico.
MI CARTERA JUAN
SANTOS
Nunca tuve la cartera tan delgada como ahora. Recuerdo
cuando tenía a tope todos los compartimentos: el carnet de identidad, el de
conducir, la tarjeta de la Seguridad Social, la tarjeta de crédito, el retrato
de mi mujer, la quiniela… Y sobre todo dinero, mucho dinero.
Yo también estaba más gordo que ahora. Parece que mi cartera
y yo nos hemos puesto de acuerdo para hacer una dieta de adelgazamiento. Una
dieta indeseada por mi mala cabeza. Mi cartera empezó antes que yo. Las
tarjetas de crédito me las quitaron con una liposucción bancaria. Después, fui
perdiendo los billetes con el ejercicio de entrar y salir de supermercado a
comprar alimentos precocinados. Y luego, por la noche en el bar, como cenaba en
vaso, me los quitaba el camarero para cobrarme, porque mi vista estaba nublada
y mis manos temblorosas.
El problema es que no la reponía y cuando gasté los últimos
cinco euros, me quedé con la tristeza del niño que lo dejan sin paga un
domingo, por travieso.
A partir de entonces, empecé a adelgazar yo también. De nada
me sirvió vender en Wallapop mis niquis y mis vaqueros. Tampoco me sacó de la
ruina empeñar la cadena de oro que me regaló mi madre y mi anillo marital con
sus nombres y su fecha. Todo me lo he comido y me lo he bebido, miserablemente,
sin alimentarme y sin dar lustre a mi derrotado cuerpo.
Nunca debí abandonar mi hogar, pero ya es tarde. Hoy solo
tengo lo puesto, con mi vieja cartera en el bolsillo de atrás del pantalón. Esta
raída y desconocida como yo. Hace tiempo que me deshice del carnet de conducir
y el de identidad, porque ese no era yo. Solo conservo, en el compartimento
transparente, la foto de mi mujer. Por eso no la he tirado todavía.
OPORTUNA AVERIA ARACELI
DEL PICO
Siempre que hablaba con mi amigo Luis, era la misma cantinela…
-
Jo tío, no sabes cómo me apetece una birrita.
-
Y por qué no te la tomas?
-
Joer, porque estoy tieso.
-
Venga ya, para la birrita, siempre queda.
-
Quedan los amiguetes, porque me invitarás a una,
verdad.
Me echaba la mano por el hombro, me arrastraba hasta el
bareto más próximo y nada más entrar alto y claro, pedía.
-
Niño, ponnos dos Voll-Damm.
Él, lapa terrestre, siempre encontraba la alcayata de
donde colgarse, y pedía a lo grande, como si al final, pagar la consumición,
saliera de su bolsillo. Y desde luego de mí conseguía todo.
Aun así, Luis era
un tipo que caía bien a todo el mundo. Era abierto y sincero. Y un guaperas
redomado, que siempre estaba rodeado de chicas. No presumía de nada. No tenía dinero? Pues lo
cantaba a los cuatro vientos. Que echaba una quiniela y le tocaba cualquier
cosa? Rápidamente reunía a todos los amigos previamente sableados y les
invitaba, hasta quedarse sin una perra.
El paso del tiempo
nos llevó por diferentes derroteros. El grupo de los cuatro, como nos solían
llamar, se disolvió. Nos instalamos en diferentes lugares, ejerciendo las
carreras elegidas y disfrutando, ya casados y con hijos de una vida bastante
sólida, Solo Luis se quedó en Madrid.
Yo vivía en
Barcelona. Casi nunca venía a Madrid. Y cuando lo hice en alguna ocasión
jamás me encontré con él. En mayo del pasado año, tuve qué venir, por compromisos familiares y cuando me
acercaba a Madrid, con Ana, mi mujer, noté unos extraños ruidos en el coche.
Paré abrí el capó como si fuera capaz de arreglar algo y un golpe de vapor
estuvo a punto de abrasarme. Paré el motor e incapaz de tomar una solución me
quedé parado en la cuneta. Mientras tanto Ana, con su habitual ironía
preguntaba…
Algo habrá qué hacer, no? Desde luego a la ceremonia
religiosa ya no llegamos. Esto te pasa por no hacer las revisiones en su
momento. Crees que los B.M.W. no se estropean? Pues ahí lo tienes.
Levanté la mano, paré otro vehículo y un joven muy
amable, me indicó que a dos kms., había un desguace donde quizá pudieran
arreglarlo. Con las indicaciones precisas llegué al desguace, temiendo que el
motor y nosotros saliéramos ardiendo. Allí
dos perros enormes salieron ladrando y detrás un individuo alto,
envuelto en un mono lleno grasa se acercó. No le conocí. Solo cuando inquirió –
En que puedo servirle? Reconocí a Luis. Su voz era inconfundible. Él me conoció
al instante. Y por supuesto, no frenó su irremediable espontaneidad.
-
Coño Marquitos, pero qué sorpresa¡¡¡
Me dio el mejor
de los abrazos, en el más inoportuno de los momentos. Quedé impregnado con el
olor de mi amigo y parte de la grasa que llevaba encima. Ana salió del coche
espantada. Tampoco Luis se lo pensó.
-
Tú eres Ana, verdad?
Otro abrazo sincero, pero inoportuno. Ana comenzó a
llorar sin freno. Le expliqué los motivos que nos traían a Madrid. De ahí que
ya viniéramos vestidos para la ceremonia. Y ahora? Y el coche…
Se acercó a mi mujer y con dulzura infinita pasó sus
tiznados dedos por su cara enjugando sus lágrimas.
Vamos a ver, todo tiene arreglo menos la parca. Y esa, hoy,
está de vacaciones. Vivo cerca, vamos a mi casa…
Dio un grito, llamó a un tal Eladio y le dio instrucciones
para que sacara el Ferrari a la puerta en media hora. Llegamos a su casa que
resultó ser un casoplón, decorado con gusto exquisito. Abrió los vestidores.
Creo que tú y yo, somos de la misma talla. Coge lo que
quieras. Y tú, Ana, seguro que encuentras lo necesario en la habitación de mi
chica. Ana se miró al espejo y viendo su cara tiznada, comenzó a reír sin
freno. Nunca se había visto en una situación tan dispar. Sus lágrimas tornaron
en risas por cualquier bobada. Histeria? Nervios? Yo que sé.
Lo cierto, es que Luisito movió hábilmente los hilos,
para que con las prestadas ropas estuviéramos elegantes y lo que es mejor, puso
a Eladio a nuestro servicio, con el Ferrari incluido. Llegamos. Con retraso
pero llegamos.
Volvió a recogernos al día siguiente, estiloso,
derrochando ingenio. Con mi coche arreglado y la promesa de que antes de volver
a Barcelona comeríamos juntos. Mi mujer se adelantó al sí, que yo pensaba
darle.
Ahora después de
un año y tres meses que rumio mi soledad en mi humilde casa de la calle
Mallorca, veo las Torres de la Sagrada Familia y no me centro en su belleza,
solo pienso… y cuanto me darán por el añoso B.M.W. Es todo cuanto tengo.