03/05/2024

DE LEYENDA I

 

UN CAFÉ, POR FAVOR                                                                                 ANTONIO LLOP

El pitido de alarma por pisar líneas de separación de carriles en la carretera sobresalta a Luis. Había cerrado los ojos de forma involuntaria. Se despereza en busca de un lugar propicio para parar el coche y tomarse un descanso. Según el GPS solo le quedan unos seis u ocho kilómetros para llegar a su destino pero no quiere arriesgarse a seguir. Lleva conduciendo casi siete horas seguidas y las sombras de la noche acaban de caer sobre su parabrisas. Tras una larga ausencia y con motivo del decimoquinto aniversario de la muerte de sus padres va a visitar su tumba en el cementerio de Valverde, un pueblito de La Rioja alavesa. Y ha tenido que salir rápidamente de Sevilla después de su jornada laboral porque solo le han concedido un día de permiso.

Por fin vislumbra una luz a un lado de la carretera. Es el neón de un bar, donde se detiene. En un ambiente cálido varios clientes se reparten en las mesas. Se acerca a la barra donde un solícito camarero se le ofrece para servirle.

-Un café solo, por favor.

 No pide nada de comer porque sus tíos le  esperan en el pueblo para cenar y pasar la noche.

-¿Qué tal está la carretera? –pregunta el camarero.

Luis decide que conversar le viene bien para vencer el sueño y le cuenta que vivió en Valverde toda su infancia y primera juventud pero que luego se trasladó a Sevilla tras la muerte de sus padres. Ahora vuelve a su pueblo para visitar su tumba. El camarero le refiere que él también es de ese pueblo pero no recordaba haberlo visto nunca.

-Es normal. Quince años es mucho tiempo. Seguramente nos hemos relacionado de niños alguna vez.

Le pide novedades de esos años de ausencia y el otro le cuenta cosas curiosas, alguna de las cuales ya conocía por las conversaciones telefónicas con sus tíos. El café cargado y la animada charla le despiertan y decide continuar su viaje.

-Cuidado con la curva del puerto –le advierte el camarero al despedirse.

Luis recuerda que había que subir un pequeño puerto de montaña antes de llegar y tras bajar la primera curva se veían las luces del pueblo en el valle.

Llega sin novedad a casa de sus tíos que le abrazan emocionados después de su larga ausencia. Mientras su tía trastea en la cocina con la cena le comenta a su tío que se había detenido en un bar a unos seis kilómetros del pueblo a tomarse un café para desperezarse. El anciano le mira de forma extraña.

-¿Dónde dices?

-Antes de subir al puerto. Un bar de carretera.

-¡Ah, el antiguo bar de Patxi! Pero ese establecimiento lleva varios años cerrado. Tras el accidente nadie ha querido hacerse cargo de su explotación. Los gamberros ya lo han destrozado.

Luis no insiste. Ha sabido por su tía que su esposo tiene problemas de memoria. Ni siquiera quiere confirmar esa noticia con ella, que sigue en la cocina.

Al día siguiente van los tres al cementerio con sendos ramos de flores. Antes de llegar a la tumba de sus padres, Luis se fija de pasada en otros túmulos. De pronto le llama la atención un retrato incrustado en la base de la cruz de una lápida. Es la imagen de alguien parecido al camarero. Por curiosidad, pregunta a su tía señalando la fotografía.

-¿Quién es?      

-Es Patxi, el hijo de Los Vascos. Se mató en la curva del puerto una noche que regresaba a casa tras su trabajo en el bar. Una pena.

Luis ya no sabe qué pensar. Sus dos tíos están ya con problemas mentales. Ha escuchado leyendas urbanas sobre camareros fantasmas o muertos en curvas que reaparecen. Pero él no cree en esas cosas.

A primera hora de esa tarde, al regresar a Sevilla, se detiene al llegar al sitio donde calcula que la noche anterior se encontraba el bar. Es un local abandonado donde alguien se ha dedicado a romper a conciencia las cristaleras. Entra con cuidado de no tropezar con los vidrios y cascotes. Le llama la atención algo en el extremo de lo que queda de barra. Se acerca y se asombra de ver una taza nueva con restos de café.

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LA VISITA QUE NO LLAMÓ                                                    MANUEL GIL

    

  - Oh, dios! ¿Cómo puede ser? Y esta precisamente, la que menos me impresionó.

Decía, sujetando la puerta del baño con la cara desencajada.

        - ¿ A quién llamo, qué hago?

 

Ruidos de golpes descontrolados sonaban dentro.

 

Era escéptico ante casi todo lo que requiriera un mínimo de fe, o de buena fe, según queramos entenderlo.

 

Los últimos días había asistido en el centro cultural de su barrio a unas conferencias sobre leyendas urbanas y le asombraba ver cómo había gente que consideraba alguna de ellas como algo cierto. Todo el mundo parecía conocer a alguien que había vivido la experiencia de la chica de la curva, pongo por caso.

 

Además de haber un montón de pueblos con sus curvas donde solía dejarse ver la célebre aparecida.

 

Esta y otras leyendas urbanas habían sido tratadas y comentadas en las reuniones y él, fiel a su escepticismo, lo había pasado bien debatiendo y dando su racional opinión, ante estas historias que eran interesantes y atractivas, pero a su juicio, eso, simples leyendas urbanas.

 

Llevaba unas noches en los que tenía sueños cercanos a las pesadillas con autoestopistas a los que recogía y que decían haber llegado a su destino a la puerta de un cementerio, o con llamadas telefónicas de algún fallecido que le citaba en un lugar y mientras estaba yendo allí, una explosión destruía su casa.

 

Otras veces un ruido extraño lo despertaba, y le costaba dilucidar, si había sido real o producto del sueño. Se recriminaba  a sí mismo el caer en esas simplezas, pero estaba realmente obsesionado con el tema.

 

Esa madrugada oyó golpes y un ruido extraño como si algo áspero se frotara contra algún objeto. Saltó de la cama y cuando abrió la puerta sintió frío en los pies. Había agua en el suelo.

 

           - ¡Joder! Lo que me hacía falta alguna tubería que se ha roto.

 

Enfiló hacia el baño. Le costó abrir la puerta, parecía que algo la sujetaba por el interior.

Cuando logró abrirla sus ojos se dilataron: el suelo con agua sucia y fango, la tapa del inodoro arrancada.

 

Y allí estaba, con su mirada reptiliana y desafiante, un imponente caimán brillante y pardusco.

 

 

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 INQUIETUD JUSTIFICADA                                                     ARACELI DEL PICO

 

     El ir y venir continúo, bajar por las escaleras a velocidad de vértigo, intentar colgarse de la lámpara, estar dando chingoletas, era algo a lo que ya estaban acostumbrados los padres de Raimunda. Lo sufrían con paciencia y no le dieron mayor importancia.

 

    No eran personas que se relacionaran demasiado con los de su igual y con casi nadie. Una niebla envolvía su matrimonio y para evitar explicaciones, contadas personas de su círculo, visitaban la casa.

 

    Pero un buen día, oyeron voces sin saber a ciencia cierta de donde procedían y por más que trataron de averiguar de dónde, no hubo forma de localizarlas.

 

     Por otra parte, el comportamiento de su hija era más templado. Mucho más sosegado. E incluso parecía más feliz. Antes, aparte de su aptitud excesivamente inquieta, era huraña, huidiza y a todas luces antipática.

 

     Decidieron abordarla para saber si también ella había oído las extrañas voces.

 

-          Hija, nos encanta que estés más sosegada. Te vemos tranquila y tu cara de felicidad, nos hace más felices a nosotros.

-          ¿Sí? Pues cuanto me alegro.

-          ¿Y eso es todo lo que tienes que decir?

-          Eso es todo.

-          No hace falta que seas tan escueta. Algún motivo habrá, digo yo. Y no estará relacionado con unas voces que oímos en alguna parte de palacio de vez en cuando.

-           ser.

-          Vamos Raimunda, por favor intenta ser más explícita. Tu actitud es desquiciante.

-          ¿Mi actitud? 

 

 

Dio media vuelta y se fue, dejando a sus padres más perplejos que antes de iniciar la conversación. Las voces se siguieron escuchando con mayor o menor claridad. A veces eran un rumor imperceptible, y otras eran risas calladas y con más frecuencia jadeos largos, donde claramente se oía decir… más, más, más…

 

Tiempo después, una reseña en el obituario del periódico La Patria, decía que : El marqués de Murga y Reolid y su esposa, ruegan una oración por el alma de su hija Raimunda.