13/07/2024

EL RELATO DE JULIO. CRISTORIAS 1

Viaje fin de curso a Ámsterdam                      JUAN SANTOS
 
De mi viaje de fin de curso a Ámsterdam tengo recuerdos inolvidables. Si bien, son de todo tipo, como te voy a contar. Eran los primeros años de la transición y aunque en Madrid ya se respiraba algo de aire fresco, para los jóvenes de 16 o 17 años, solo sirvió para abrirnos los ojos y despertarnos el deseo por conocer otras ciudades, con barrios más libres y modernos que el nuestro de Orcasitas. En principio pensábamos ir a Ibiza. Con la venta de papeletas de la rifa la moto, sacamos varios miles de pesetas y nuestra aportación al viaje no suponía mucho quebranto para las arcas de nuestras humildes familias.
Fue el profesor de filosofía el que nos sugirió la alternativa de ir a Ámsterdam. Por muy poco dinero más, teníamos la oportunidad de conocer una ciudad preciosa, donde la libertad y la tolerancia nos llevaba muchos años de diferencia.
A muchos de nuestros padres no les pareció bien el cambio. Las referencias que tenían de este lugar, eran de prostitución y libertinaje, pero en una reunión con el profesor, éste les convenció, alegando que se trataba un viaje cultural para ver una ciudad con 160 canales, el Museo de Van Gogh, la Casa de Ana Frank, la Casa Museo de Rembrandt, y otros sitios de interés que les mostró en un folleto.
Para tranquilidad de todos, les prometió que no nos llevarían al Barrio Rojo y nos vigilarían de cerca para que nadie consumiera drogas.
Llegó el mes de junio y la mayor parte de la clase nos apuntamos a la excursión. El muermo de Eduardo fue uno de los que no vinieron. A mí me dio igual porque entonces me gustaban todos los chicos menos él.
Estábamos pletóricos, a parte de la expectativa que nos suscitaba Ámsterdam, salvo los dos profesores, ninguno habíamos montado nunca en avión.
Al aterrizar y entrar en la ciudad, nos quedamos con la boca abierta. Todo nos fascinaba: los edificios, el hotel, los canales, las bicicletas… Aprovechamos muy bien los tres días. Visitamos museos, monumentos. Estuvimos en el mercado de las flores, en el barrio judío y hasta dimos un paseo en barco.
Hasta aquí todo fue muy bonito. Pero ojalá nos hubiéramos venido un día antes. Para mí el último día fue horroroso, por las consecuencias que tuvo.
Los profesores habían cumplido, a raja tabla, la promesa de no llevarnos al Barrio Rojo. Pero, la última tarde noche que nos dejaron libres, los chicos, sobre todo, se rebelaron y no querían volver a Madrid, sin visitar el barrio prohibido. Era una tentación que no pudieron evitar. Hasta entonces, toda la clase íbamos en grupo, disfrutando de cada momento y riéndonos de las paridas que se nos ocurrían. Muchas chicas se unieron a la salida furtiva, mientras mi amiga Andrea y yo dijimos que no nos apetecía ir a ver prostitutas en los escaparates.
Nadie sospechó que nuestro plan era ir solas a vivir la noche. Cuando perdimos de vista al grupo, simulando que nos íbamos para el hotel, dimos la vuelta y nos fuimos las dos a la ventura. Con tanto bullicio de gente, no sería fácil que nos vieran. Y si nos veían, tampoco nos importaba. Salvo a los profesores, no teníamos que dar explicaciones a nadie.
Aunque nos habían dicho que también había escaparates con hombres sexis, nosotras lo que íbamos buscando en realidad era probar la marihuana. Enseguida supimos que estábamos en el lugar adecuado, por la peste a porro que había. Todo el mundo iba con su canuto en la mano y no tardaron en ofrecernos. Para mí, que solo había dado un par de caladas en el Parque de la Meseta, fumarme un porro entero y con esa pureza, fue lo mejor que me había pasado en la vida. Lo malo es que tanto Andrea como yo, nos sentíamos tan libres y tan eufóricas, que repetimos y probamos otras sustancias que nos hicieron alucinar. Ninguna de las dos, recordamos lo que hicimos aquella noche con dos los chicos franceses que nos acompañaron hasta altas horas de la madrugada.
Al día siguiente, algunas compañeras nos ayudaron a preparar nuestra mochila, teníamos un fuerte dolor de cabeza, náuseas y gran sequedad en la boca y en los ojos.
En el viaje de vuelta, todos recordaban, con algarabía, las visiones eróticas y las experiencias de libertad la noche anterior. Los profesores, resignados, rogaban que no dijeran nada a sus padres. Andrea y yo, sentadas en nuestros asientos, simulábamos dormir, conteniendo las ganas de vomitar.
Esto que, a primera vista, parece una anécdota, tuvo en mí graves consecuencias. Enseguida olvidé lo mala que me puse y sentí la necesidad de volver a fumar aquellas sustancias tan maravillosas. Y, a lo tonto, me tiré dos años enganchada en la droga que no quiero ni recordar.
Por eso me da un poco miedo ir de vacaciones a Algeciras. Espero que, si alguien me ofrece chocolate, no me haga caer en la tentación.