UN HOGAR DE
PLÁSTICO JUANA
DOMÍNGUEZ
Martha encontró
una botella entre la tierra removida de su parcela. Era especial, pequeña, abombada,
de color ámbar, parecía de cristal. Estaba llena de tierra, debía llevar
enterrada mucho tiempo. Con la botella en la mano sonrió, una idea se cruzó en
su mente cruel. Consideraba a su vecina Graciela un poco especial. Las separaba
un ventanuco en la pared medianera de
las dos fincas, a través del cual se veían
y oían, y Martha quería tapiarlo.
Graciela,
era tranquila y bonachona, aquel ventanuco
llevaba en su casa siglos, no le hubiera importado cerrarlo, pero las tretas y
artimañas de Martha y sus amenazas de leyes y derechos la tenían tan harta que
se negó a cerrarlo.
Dentro de la
botella, vivía una lombriz, que cegada por una luz intensa, quiso salir al
exterior, pero algo taponaba la salida. Empezaba a oír sonidos que nunca antes
había escuchado, con el paso del tiempo aprendió su significado, un lenguaje que la turbaba y entristecía. Frente
a ella otra voz la consolaba de las tribulaciones que la ocasionaban las voces
agrias que la torturaban (ojalá se pudra, quiera dios que...) un ser abyecto y arrogante
todos los días antes de ver la luz profería
toda clase de maldiciones.
Sentimientos
y actitudes desconocidos para la pobre lombriz,
que vivía plácidamente sin pena ni gloria en su humilde hogar. Cuando se iba la
luz, la voz cariñosa le cantaba bajito: ambarina bonita, cuanta vida tienes
dentro de tu panza, quédate conmigo, ahí muy quietita.
Martha,
escribió un maleficio en papel, lo introdujo en la botella y la deposito en el
ventano. Graciela, cuando vio la botella se extrañó, pero no considero que un
mal la acechaba. Ajena a los planes de Martha, decidió dejarla allí y cantaba
feliz a la botella y a los bichos que adivinaba dentro.
La lombriz
estaba agotada, sin fuerzas para seguir escuchando imprecaciones, deseando que alguien
amable la liberase de aquel sufrimiento y la llevase en volandas hasta un lugar
donde hubiese paz, y otros congéneres
con los que pasar los días. Y pasó. Dejo
de oír los insultos, los gritos, solo silencio. El papel donde Martha había
escrito le servía de comida, y al desaparecer rompió el maleficio.
Martha
contrajo una grave enfermedad, que acabó con su vida. Graciela no era supersticiosa
pero decidió quitar la botella de
plástico de la ventanilla, y la llevó lejos de su casa semienterrándola bajo una
gran encina en mitad de un prado verde lleno de flores amarillas y blancas,
donde solo se escuchaban los pájaros y los grillos.
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DORMIR PEGADOS NO ES DORMIR
SANTIAGO J. MARTÍN
Reconozco que soy un mindundi. Mis 56
kilos y el 1,63 no me avalan como un prototipo de guardaespaldas, ni siquiera
de estratega en la sombra, porque no es mi estilo. Vamos que soy poca cosa en
todos los sentidos. En cualquier caso, hay días que pretendo ser feliz y lo
consigo.
Lo que no me resulta tan fácil de lograr
es lo de dormir a pierna suelta. Será por mis dolores de espalda, por la falta
de preocupaciones (que a veces tampoco es bueno) o por mis déficits de
melatonina.
Es igual la causa si no encuentro
soluciones. Pero sigo todo un rito cuando me acuesto. Tiene que ser siempre a
la misma hora; de esa forma calculo perfectamente todo lo que tardo en dormirme
y al final me cabreo por no aprovechar debidamente esos momentos que deberían
estar dedicados preferentemente al descanso y la reparación.
Además, no leo nunca nada en la cama,
y menos el móvil. Me he informado que la luz de esos aparatos no ayuda para
nada a los insomnes como yo. Será por leer. Me considero la persona que más
sabe sobre dormir, los sueños y sus trastornos y la bioquímica que ocurre en la
cama, y al mismo tiempo la persona que menos duerme.
Otro de los ritos es tener una
botellita de agua en la mesilla de noche. Pensaba que la sed de media noche
podía ser un fastidio evitable. Dar un traguito, incorporándome unos segundos,
podría esquivar el desvelo. A veces era así, pero otras tenía sus consecuencias
negativas. La botella de agua ahí, tentadora, y traguito va y traguito viene
reclamando a Morfeo. Al final me tengo que levantar muchas veces en lo mejor
del sueño porque me meo, del todo.
He llegado a hacer poco tentadora el
agua que me bebo. Relleno una vieja botella de plástico y me la llevo a dormir.
Ya sé que eso no es sano, que hay micro plásticos que amenazan mi salud, como
otras cosas. La idea es hacer poco atractivo el beber agua, incluso peligroso,
y solo hacerlo en caso de extrema necesidad.
Ayer conseguí un record semanal,
positivo, y en apenas 50 minutos ya estaba frito. Fenomenal. Y como todo no
puede ser perfecto, a eso de las 4 de la mañana, un fuerte chasquido me
despertó de repente. La puñetera botella de agua. Es plástico, ya viejo y
deteriorado, emite ruidos de vida propia, quizás por cambios de temperatura o
tal vez por joder, tal cual.
Me costó dormirme de nuevo, así como
una horita. A eso de las 5, me noto como preso, atenazado. No sabía que me
estaba pasando, y no era un sueño. Era mi pareja. Me tenía cogido fuertemente
por la cintura, no diría yo que con pasión, más bien con miedo.
Primero sentí algo de frustración, al
ver que no era mi atractivo sexual lo que le promovía un apetito espontáneo de
madrugada. No, era la inseguridad. Algún sueño lo tenía atrapado y confuso y
buscaba refugio en mí. Pues genial, aquí estaba yo, Superman en pijama e
insignificante en chándal.
Me gustaba la idea, a pesar de no
poder dormir ante tal abrazo. Eso sí que era un duermevela útil. Ya era hora.
La situación fue empeorando con el
tiempo. El abrazo pasó de intenso a opresor. Me empezaba a costar respirar.
Tenía que zafarme de aquello o corría peligro mi integridad. Entonces empezó el
fuego salvador.
Vi que mi chico aflojaba los brazos y
metía el estómago hacia dentro. No era fruto de un sueño, ni siquiera de un
cambio de posición muscular, era el proceso de un sonoro pedo, liberador para
él y para mí.
Aproveché, me incorporé y me agarré a
la agonizante botella de agua. Di un trago. Me senté en la cama. Él seguía
durmiendo, para eso no tiene problemas. Me le quedé mirando y mientras tragaba
hice una reflexión:
-
No importa.
Siempre que me necesites ahí estaré, para defender tus sueños, como esta
botella de agua.
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UN “23 M” CUALQUIERA FERNANDO JIMÉNEZ
Como cada
tarde desde hacía varios días, Ismael y Nadia, se sentaban entre los escombros
de lo que habían sido sus hogares con la
esperanza de despertarse y que todo lo ocurrido hubiera sido un mal sueño.
Antes de la
tragedia nunca se habían dirigido la palabra a pesar de ser vecinos, pero ahora
no quedaba nadie más que ellos dos en el vecindario. Ni ancianos, ni adultos,
ni niños, nadie. Muchos, asesinados y el resto obligados a huir. Una especie de
instinto protector hizo que Nadia e Ismael se quedarán entre las ruinas
custodiando las escasas pertenencias que recuperaron de lo que un día fuera su hogar.
Ismael nunca dijo nada, pero sabía que sus familias estaban bajo los escombros
del edificio. Nadia por su parte mantenía la esperanza de que sus padres volvieran
a buscarla. Siempre le habían dicho que pasara lo que pasara no se alejara del
edificio donde vivían para que pudieran encontrarla.
Nadia, apenas
podía andar debido a las heridas que tenía en los pies por deambular entre los escombros buscando restos de comida.
Tampoco había vuelto a hablar ni a producir sonido alguno ni siquiera para
quejarse de sus múltiples heridas. Ambos pasaban el día ocultos dentro de un
armario semienterrado y cuando anochecía era Ismael quién se encargaba de rebuscar,
en los lugares donde habían acampado los soldados, algo que comer y sobre todo…agua,
que era lo más difícil de conseguir.
En sus rondas nocturnas siempre salía con una botellita
de plástico atada a la cintura con el cordón de uno de sus zapatos para rellenarla con las pocas gotas
que pudieran quedar en las que fuese encontrando abandonadas. Ismael solo tenía
ocho años, dos más que Nadia, pero se había convertido en un adulto responsable
de un día para otro y nunca bebía hasta asegurarse que también quedara agua para
Nadia.
Una
madrugada, cuando Ismael volvía a las ruinas donde se escondía con Nadia, vio
salir de las mismas a un grupo de soldados celebrando que habían conseguido
abatir a un peligroso francotirador. Cuando éstos se fueron Ismael corrió
angustiado sobre los cascotes y se encontró a Nadia muerta de un disparo en su minúscula
frente tras el armario semienterrado donde se refugiaban por las noches. Envolvió
a Nadia en una sábana blanca que ondeaba
en las ruinas a modo de bandera y la enterró allí mismo, bajo el armario que
había sido su minúsculo hogar. Era un frío y lluvioso, 23 de Marzo.
Ya nada le retenía en aquellas ruinas y se fue.
Consiguió salir de la zona de conflicto y fue evacuado a una ciudad del país vecino, cercana a la frontera. Nunca
se separó de su botellita de agua marca Lanjarón y, paradojas de la vida, fue acogido por una familia de empresarios
dedicada al envasado de agua mineral y que abastecía al país vecino. Con el
paso de los años, Ismael, llegó a ser un cargo importante de la empresa
embotelladora de su familia de acogida y a menudo viajaba en el avión de carga
que llevaba los suministros de agua embotellada al ejército invasor que había
destruido su país natal.
Un fatídico
día, en uno de esos vuelos, por motivos que no pudieron esclarecerse, el avión se
estrelló contra el edificio donde dormían los altos mandos del ejército invasor.
El edificio quedó totalmente derruido, no hubo supervivientes. En el avión
tampoco. Ismael dejó, por escrito, instrucciones para que se sustituyera el
nombre de la empresa por el de NADIA. Ocurrió un soleado 23 de Marzo.
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SIN MENSAJE MARÍA ISABEL RUANO
Sin mensaje
Dejaste tu recuerdo en la orilla
consciente de que lo borrarían
las olas del mar.
Dejaste tus huellas en la arena
con la certeza de que no iban a durar.
Escondiste tras las rocas
tus señas de identidad.
Fui hasta la playa.
No encontré los restos del amor,
tan solo una botella flotando
entre las olas del mar.
Me sumergí para buscarla
por si en sus entrañas encontraba
algún mensaje que reviviera tu
recuerdo y el señuelo del amor.
Serena y en la tarde,
la arrojé al contenedor.