29/03/2024

UNA BOTELLA DE PLÁSTICO II

 

UN HOGAR DE PLÁSTICO                                          JUANA DOMÍNGUEZ

Martha encontró una botella entre la tierra removida de su parcela. Era especial, pequeña, abombada, de color ámbar, parecía de cristal. Estaba llena de tierra, debía llevar enterrada mucho tiempo. Con la botella en la mano sonrió, una idea se cruzó en su mente cruel. Consideraba a su vecina Graciela un poco especial. Las separaba un ventanuco en la pared  medianera de las dos fincas, a través del  cual se veían y oían, y Martha quería tapiarlo.

Graciela, era tranquila y bonachona,  aquel ventanuco llevaba en su casa siglos, no le hubiera importado cerrarlo, pero las tretas y artimañas de Martha y sus amenazas de leyes y derechos la tenían tan harta que se negó a cerrarlo.

Dentro de la botella, vivía una lombriz, que cegada por una luz intensa, quiso salir al exterior, pero algo taponaba la salida. Empezaba a oír sonidos que nunca antes había escuchado, con el paso del tiempo aprendió su significado,  un lenguaje que la turbaba y entristecía. Frente a ella otra voz la consolaba de las tribulaciones que la ocasionaban las voces agrias que la torturaban (ojalá se pudra, quiera dios que...) un ser abyecto y arrogante  todos los días antes de ver la luz profería toda clase de maldiciones.

Sentimientos y actitudes  desconocidos para la pobre lombriz, que vivía plácidamente sin pena ni gloria en su humilde hogar. Cuando se iba la luz, la voz cariñosa le cantaba bajito: ambarina bonita, cuanta vida tienes dentro de tu panza, quédate conmigo, ahí muy quietita.

Martha, escribió un maleficio en papel, lo introdujo en la botella y la deposito en el ventano. Graciela, cuando vio la botella se extrañó, pero no considero que un mal la acechaba. Ajena a los planes de Martha, decidió dejarla allí y cantaba feliz a la botella y a los bichos que adivinaba dentro.

La lombriz estaba agotada, sin fuerzas para seguir escuchando imprecaciones, deseando que alguien amable la liberase de aquel sufrimiento y la llevase en volandas hasta un lugar donde hubiese paz,  y otros congéneres con los que pasar los días.  Y pasó. Dejo de oír los insultos, los gritos, solo silencio. El papel donde Martha había escrito le servía de comida, y al desaparecer rompió el maleficio.

Martha contrajo una grave enfermedad, que acabó con su vida. Graciela no era supersticiosa pero  decidió quitar la botella de plástico de la ventanilla, y la llevó  lejos de su casa semienterrándola bajo una gran encina en mitad de un prado verde lleno de flores amarillas y blancas, donde solo se escuchaban los pájaros y los grillos. 

 

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DORMIR PEGADOS NO ES DORMIR                                                   SANTIAGO J. MARTÍN

Reconozco que soy un mindundi. Mis 56 kilos y el 1,63 no me avalan como un prototipo de guardaespaldas, ni siquiera de estratega en la sombra, porque no es mi estilo. Vamos que soy poca cosa en todos los sentidos. En cualquier caso, hay días que pretendo ser feliz y lo consigo.

Lo que no me resulta tan fácil de lograr es lo de dormir a pierna suelta. Será por mis dolores de espalda, por la falta de preocupaciones (que a veces tampoco es bueno) o por mis déficits de melatonina.

Es igual la causa si no encuentro soluciones. Pero sigo todo un rito cuando me acuesto. Tiene que ser siempre a la misma hora; de esa forma calculo perfectamente todo lo que tardo en dormirme y al final me cabreo por no aprovechar debidamente esos momentos que deberían estar dedicados preferentemente al descanso y la reparación.

Además, no leo nunca nada en la cama, y menos el móvil. Me he informado que la luz de esos aparatos no ayuda para nada a los insomnes como yo. Será por leer. Me considero la persona que más sabe sobre dormir, los sueños y sus trastornos y la bioquímica que ocurre en la cama, y al mismo tiempo la persona que menos duerme.

Otro de los ritos es tener una botellita de agua en la mesilla de noche. Pensaba que la sed de media noche podía ser un fastidio evitable. Dar un traguito, incorporándome unos segundos, podría esquivar el desvelo. A veces era así, pero otras tenía sus consecuencias negativas. La botella de agua ahí, tentadora, y traguito va y traguito viene reclamando a Morfeo. Al final me tengo que levantar muchas veces en lo mejor del sueño porque me meo, del todo.

He llegado a hacer poco tentadora el agua que me bebo. Relleno una vieja botella de plástico y me la llevo a dormir. Ya sé que eso no es sano, que hay micro plásticos que amenazan mi salud, como otras cosas. La idea es hacer poco atractivo el beber agua, incluso peligroso, y solo hacerlo en caso de extrema necesidad.

Ayer conseguí un record semanal, positivo, y en apenas 50 minutos ya estaba frito. Fenomenal. Y como todo no puede ser perfecto, a eso de las 4 de la mañana, un fuerte chasquido me despertó de repente. La puñetera botella de agua. Es plástico, ya viejo y deteriorado, emite ruidos de vida propia, quizás por cambios de temperatura o tal vez por joder, tal cual.

Me costó dormirme de nuevo, así como una horita. A eso de las 5, me noto como preso, atenazado. No sabía que me estaba pasando, y no era un sueño. Era mi pareja. Me tenía cogido fuertemente por la cintura, no diría yo que con pasión, más bien con miedo.

Primero sentí algo de frustración, al ver que no era mi atractivo sexual lo que le promovía un apetito espontáneo de madrugada. No, era la inseguridad. Algún sueño lo tenía atrapado y confuso y buscaba refugio en mí. Pues genial, aquí estaba yo, Superman en pijama e insignificante en chándal.

Me gustaba la idea, a pesar de no poder dormir ante tal abrazo. Eso sí que era un duermevela útil. Ya era hora.

La situación fue empeorando con el tiempo. El abrazo pasó de intenso a opresor. Me empezaba a costar respirar. Tenía que zafarme de aquello o corría peligro mi integridad. Entonces empezó el fuego salvador.

Vi que mi chico aflojaba los brazos y metía el estómago hacia dentro. No era fruto de un sueño, ni siquiera de un cambio de posición muscular, era el proceso de un sonoro pedo, liberador para él y para mí.

Aproveché, me incorporé y me agarré a la agonizante botella de agua. Di un trago. Me senté en la cama. Él seguía durmiendo, para eso no tiene problemas. Me le quedé mirando y mientras tragaba hice una reflexión:

-          No importa. Siempre que me necesites ahí estaré, para defender tus sueños, como esta botella de agua.

 

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UN  “23 M” CUALQUIERA                                                                 FERNANDO JIMÉNEZ

Como cada tarde desde hacía varios días, Ismael y Nadia, se sentaban entre los escombros de lo que  habían sido sus hogares con la esperanza de despertarse y que todo lo ocurrido hubiera sido un mal sueño.

Antes de la tragedia nunca se habían dirigido la palabra a pesar de ser vecinos, pero ahora no quedaba nadie más que ellos dos en el vecindario. Ni ancianos, ni adultos, ni niños, nadie. Muchos, asesinados y el resto obligados a huir. Una especie de instinto protector hizo que Nadia e Ismael se quedarán entre las ruinas custodiando las escasas pertenencias que recuperaron de lo que un día fuera su hogar. Ismael nunca dijo nada, pero sabía que sus familias estaban bajo los escombros del edificio. Nadia por su parte mantenía la esperanza de que sus padres volvieran a buscarla. Siempre le habían dicho que pasara lo que pasara no se alejara del edificio donde vivían para que pudieran encontrarla.

Nadia, apenas podía andar debido a las heridas que tenía en los pies por deambular  entre los escombros buscando restos de comida. Tampoco había vuelto a hablar ni a producir sonido alguno ni siquiera para quejarse de sus múltiples heridas. Ambos pasaban el día ocultos dentro de un armario semienterrado y cuando anochecía era Ismael quién se encargaba de rebuscar, en los lugares donde habían acampado los soldados, algo que comer y sobre todo…agua, que era lo más difícil de conseguir.

 En sus rondas nocturnas siempre salía con una botellita de plástico atada a la cintura con el cordón de uno de sus  zapatos para rellenarla con las pocas gotas que pudieran quedar en las que fuese encontrando abandonadas. Ismael solo tenía ocho años, dos más que Nadia, pero se había convertido en un adulto responsable de un día para otro y nunca bebía hasta asegurarse que también quedara agua para Nadia.

Una madrugada, cuando Ismael volvía a las ruinas donde se escondía con Nadia, vio salir de las mismas a un grupo de soldados celebrando que habían conseguido abatir a un peligroso francotirador. Cuando éstos se fueron Ismael corrió angustiado sobre los cascotes y se encontró a Nadia muerta de un disparo en su minúscula frente tras el armario semienterrado donde se refugiaban por las noches. Envolvió a Nadia en una  sábana blanca que ondeaba en las ruinas a modo de bandera y la enterró allí mismo, bajo el armario que había sido su minúsculo hogar. Era un frío y lluvioso, 23 de Marzo.

 Ya nada le retenía en aquellas ruinas y se fue. Consiguió salir de la zona de conflicto  y fue evacuado a una ciudad  del país vecino, cercana a la frontera. Nunca se separó de su botellita de agua marca Lanjarón y, paradojas de la vida,  fue acogido por una familia de empresarios dedicada al envasado de agua mineral y que abastecía al país vecino. Con el paso de los años, Ismael, llegó a ser un cargo importante de la empresa embotelladora de su familia de acogida y a menudo viajaba en el avión de carga que llevaba los suministros de agua embotellada al ejército invasor que había destruido  su país natal.

Un fatídico día, en uno de esos vuelos, por motivos que no pudieron esclarecerse, el avión se estrelló contra el edificio donde dormían los altos mandos del ejército invasor. El edificio quedó totalmente derruido, no hubo supervivientes. En el avión tampoco. Ismael dejó, por escrito, instrucciones para que se sustituyera el nombre de la empresa por el de NADIA. Ocurrió un soleado 23 de Marzo.

 

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SIN MENSAJE                                                 MARÍA ISABEL RUANO

Sin mensaje

Dejaste tu recuerdo en la orilla

consciente de que lo borrarían

las olas del mar.

Dejaste tus huellas en la arena

con la certeza de que no iban a durar.

Escondiste tras las rocas

tus señas de identidad.

Fui hasta la playa.

No encontré los restos del amor,

tan solo una botella flotando

entre las olas del mar.

Me sumergí para buscarla

por si en sus entrañas encontraba

algún mensaje que reviviera tu

recuerdo y el señuelo del amor.

Serena y en la tarde,

la arrojé al contenedor.