15/03/2024

MI RESTAURANTE CHINO II

 

LA MIRADA DE AI MING                                  MANUEL GIL

Sara había vivido ahí toda la vida y sin embargo, a pesar de que la evolución del lugar había estado a ojos vista todos estos años, no había sido muy consciente de la profundidad del cambio que había experimentado su entorno. Todo el mundo hablaba del Chinatown de Madrid y ahora lo contemplaba y le gustaba. Quizás los últimos años, los del deterioro de la convivencia con su pareja, los del estrés que le había causado un trabajo con el que jamás estableció una relación de amor, le habían puesto delante los árboles que le impedían ver ese bosque.

Prejubilada y recientemente divorciada, intentaba situarse de nuevo en el mundo, encontrar su lugar, recuperar tanto tiempo malgastado.

Paseaba por la calle Dolores Barranco que era perpendicular a la suya. Todos los comercios eran chinos, agencias de viajes, peluquerías restaurantes, supermercados… Recordaba que cuando era pequeña, en el barrio no había  chinos, al menos ella no recordaba ninguno, pensó, mientras pasaba por delante del bar a donde iba con su padre al aperitivo de los domingos, hoy era un reputado restaurante cantonés.

Tenía ganas de comer ahí, pero nunca había visto el momento. Se lo había propuesto a Pepi, su vecina, pero siempre tenía algo que hacer. Ese día, aunque le sabía mal entrar a un restaurante sola, se decidió. Tenía que empezar a desechar prejuicios, a ser una mujer empoderada  sin los complejos que la vida le había hecho acumular.

El ambiente era acogedor, aunque alguna flor de plástico, le restara encanto. Peleó con el código QR para pedir y vio al cabo de unos minutos, como un robot aparecía con la comanda. Una sopa de miso acabó aterrizando sobre su pantalón. Entonces apareció; una amplia sonrisa en su juvenil rostro y esa mirada, una mirada hermosa y tranquilizadora, la relajaron.

          - Perdón señola, el robot, tiene un día malo.

Le trajo con qué limpiarse. Un nuevo cuenco de sopa llegó en una bandeja que manejaba con maestría aquel joven. No le cobraron y el muchacho se deshizo en amabilidades hacia ella.

Nunca pensó que le gustaría un chino, le parecía que los individuos de otras etnias diferentes a la nuestra, eran iguales, indistinguibles unos de otros, no, no la convencían, pero el que tenía enfrente era un joven muy guapo, alto, esbelto, pelo negro, labios carnosos, y los ojos, esos ojos que hablaban, que cautivaban.

 El parque del Pradolongo era por las mañanas su lugar de esparcimiento. Solía salir temprano a correr, recuperar la forma física de quien se había abandonado muchos años, era ardua tarea, le costaba coger la respiración, muchos años de fumadora pasaban su factura.

Todavía recordaba cuando lo inauguró el entonces alcalde don Enrique Tierno, él no habría podido imaginar que el diseño, con ese templete al lado del lago artificial, los cerezos, las gaviotas planeando, la música que acompañaba los movimientos armónicos del tai chi de un numeroso grupo de chinos, dibujaban una estampa típica de los tapices aquellos que recordaba de niña en los libros de geografía evocando al gigante asiático. ¡Como había cambiado todo! En su niñez era extraño ver a un extranjero en su barrio, los negros, los chinos eran para ella los estereotipos de las huchas de cerámica con que las hacían postular en el colegio de monjas para el Domund. “Para los negritos, para los chinitos” repetían por la calle, blandiendo las huchas con la forma de las cabezas de las distintas razas.

Aquella mañana el cielo aún tenía restos del color rojizo del amanecer, corría una ligera brisa y tras unas carreras se paró a observar como el grupo de chinos empezaba con sus ejercicios de tal chi. Estaban de espaldas a ella, pero en uno de los movimientos se dieran la vuelta y sus ojos encontraron los de él. Sí, allí estaba el muchacho del restaurante, flotando en aquel escenario con su cuerpo grácil y elástico. Una sonrisa se dibujó en su rostro cuando la vio, ella se la devolvió  y continuó su camino, sin poder evitar la extraña sensación que le provocaba aquel chico.

 El día grande del año nuevo chino, tenía como eje central el desfile que discurría por Marcelo Usera y terminaba en la calle Rafaela Ybarra, allí acudió junto a Pepi y otras dos amigas. El ambiente era colorido y lúdico, abigarrados trajes de las distintas regiones chinas desfilaban entre dragones y música, la gran cantidad de público que seguía con interés el evento daba cuenta del arraigo que esta comunidad había alcanzado en el barrio.

El más grande de los dragones desfilaba por delante de ellas cuando uno de los que lo manejaban con unos largos palos le acercó el cuerpo de tela para que lo tocara, trae buena suerte. Otra vez esos ojos, otra vez él. ¿Era casualidad? ¿era una señal? De nuevo sonrió mientras la miraba intensamente. No comentó nada a sus amigas para las que no había pasado desapercibido el momento.

Decidió volver al restaurante, “debo estar loca” pensó. ¡El es tan joven! Quiso ponerse un body que siempre le sentó muy bien, pero se le había quedado grande, le hacía huecos en la zona del pecho. Se impuso una visita a Zara y una larga sesión de maquillaje que dieron como resultado la mejor versión de quien, a pesar de los años y del abandono, conservaba trazos de su juvenil belleza. 

No hubo robot en aquella cena, Ai Ming, la atendió personalmente, disfrutó los platos que le recomendó y cuando el local estaba casi vacío y apuraba un té, él se sentó a su lado. Conversaron, se contaron cosas, le dijo que era una mujer hermosa, que desde que la vio por primera vez, le había impresionado. La charla derivó hacia su atareada vida laboral, comentó que además del restaurante daba masajes orientales en un pequeño local. Ella lo miró fijamente y tal vez animada por el vino consumido, además de por la irrefrenable atracción que sentía hacia él, con la respiración entrecortada y en un tono apenas perceptible le preguntó.

         - ¿Con final feliz?

Inmediatamente el calor la invadió y sintió vergüenza, jamás había tenido un atrevimiento tan descarado con un hombre. Contuvo la respiración para ver la reacción de él ante la pregunta, y la respuesta fue una enorme sonrisa y una mirada de esos ojos que la embrujaban y que le abrían las puertas del jardín de las delicias.

Apretó el timbre del pequeño local en el primer piso de un anticuado edificio del barrio, se sentía nerviosa y excitada, la puerta se abrió y apareció Ai Ming con su habitual sonrisa y la mirada que la transportaba al mejor de los mundos. Todo transcurrió en un ambiente casi onírico las manos de seda del muchacho la recorrieron, un fondo musical suave con una melodía china, unas bellas flores amarillas, unas hierbas que ardían expandiendo un aroma desconocido para ella…

Despertó y no sabía cuánto tiempo llevaba allí, llamó al chico y no obtuvo respuesta, se vistió y sintió miedo ¡Y si la había dejado allí encerrada! Fue hacia la puerta y abrió sin dificultad. Estaba extrañada, si había tenido que irse ¿por qué no la había despertado?

 Decidió ir al centro y dar una vuelta para pasar el rato, ni siquiera tenía claro que había pasado en su cita.

 A su vuelta, ya en el barrio, el autobús hacía su parada frente a una guardería, vio salir a las mamás, a algunos papás y de repente sus ojos sintieron la mágica conexión. Salía empujando un cochecito de bebé y cuando sus miradas se cruzaron ella notó que la viveza y la luz de las otras veces había perdido brillo. No sonrió, miró al suelo y empujó el carrito. El autobús avanzó y Sara acarició lentamente los pétalos de la flor amarilla.

 

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EL MUNDO DE YULÍN                       MARÍA ISABEL RUANO

 

Cuando Yulín acudió al colegio era noviembre. La directora le acompañó hasta mi clase a media mañana, tras hacer los trámites en secretaría y allí lo dejó sin más información excepto el dato de que, “no sabía nada de español y acababa de llegar de China”. Reconozco que este tipo de incursiones, a destiempo y sin aviso previo e interrumpiendo la dinámica del aula, me ponían muy nerviosa e incluso me costaba controlar el enfado que me causaba. Sentí que era la última prueba que me faltaba para valorar mi vocación.

Pero la extrema timidez de Yulín y su mirada, profundamente oscura, me desarmaron.

Estábamos en el último curso de infantil y mis alumnos con cinco o seis años conocían todas las letras y comenzaban a leer con cierta fluidez. Yulín pasó el resto de la jornada sin moverse, pero escuchando con mucha atención. Los compañeros intentaron integrarle en los juegos y se dirigían a él con la máxima naturalidad.  Fue cuando puse ante él una bandeja de colores y folios en blanco cuando percibí en su mirada una luz muy prometedora, aunque tardó varios días en decidirse a pintar. Se portaba muy bien en clase, escuchaba con mucha atención y nunca hablaba. Poco a poco se fue integrando en el aula desde un segundo plano y a través de la observación.

Poco pude saber de su familia, al parecer sus padres trabajaban en un restaurante chino en la zona, pero no conseguía contactar con ellos. Yulín era de los primeros en llegar al colegio, a los “desayunos del cole”, se quedaba al comedor y a las actividades extraescolares. Ni siquiera supe si su nombre se escribía tal y como yo lo hacía.

Cerca de la Navidad, llenaba folios con muchos colores, comenzaba a balbucear las primeras palabras en español. “tú buena”, “yo aprender, enseñar a padres”… sonreía a los compañeros y comenzaba a jugar en el aula.

A pesar de que nunca me han gustado los restaurantes chinos puede que, por un prejuicio indefinido, relacionado con el origen de su carne, los fines de semana acudí a los más cercanos al colegio, pero nunca conseguí ver a Yulín en ninguno de ellos.

Durante el segundo trimestre Yulín aprendió muy deprisa, prefería dibujar y repasar las grafías de las letras a jugar con los compañeros. Debo confesar que me encariñé mucho con él, que pocas veces he conocido a un niño tan inteligente y aplicado y que, contra todo pronóstico, llegado el mes de junio, leía y hablaba con soltura. Siempre he admirado en los niños su capacidad de aprendizaje y más si estaba acompañada del tesón y de la inteligencia. Era parte de la magia de mi labor. Una magia difícil de explicar pero que compensaba todos los esfuerzos.

Con los preparativos de la fiesta de fin de curso y de la graduación, Yulín dejó de venir al colegio. En vano pregunté en dirección, no contestaban al teléfono y no hubo manera de localizar el restaurante chino en el que, se suponía que trabajaban sus padres. No regresó al colegio al curso siguiente.

Me sentí vacía y desilusionada y a pesar de los años transcurridos todavía me acuerdo de él. Albergo la esperanza de que algún día me lo encuentre en algún restaurante chino, claro que a penas los frecuento y dudo que lo pudiera reconocer. Pero de lo que estoy segura es que él sí me reconocería a mí. Y lo que es más importante, confío en que su mundo esté tan lleno de color como los dibujos que hacía en el aula.


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USERA FAKE                                           FERNANDO JIMÉNEZ

 

A una fatal racha de pérdidas familiares se le unió el despido improcedente de su trabajo en una tienda de alpargatas recauchutadas y para colmo su querido perro, Rulfo, se había fugado a la casa de su ex. Todo ello le había llevado a tomar la decisión de suicidarse, eligiendo la que suponía que era la forma menos traumática y económica, dejar de comer.

Una noche cuando ya estaba a punto de conseguir su objetivo llamaron insistentemente a su puerta y con las últimas fuerzas que le quedaban, abrió la puerta. Allí estaba ella, Hyung Lee, con un tupper de ternera en salsa de bambú con champiñones. Era evidente que se trataba de un error, pensó, pero tras varios días sin probar bocado el aroma que provenía del tupper le hizo perder el conocimiento y caer a los pies de la joven china. Al despertarse ella seguía a su lado, sentada en la cama del hospital.

– Hola, me llamo Hyung Lee.

- Hola July, yo me llamo Mariano, creo. ¿Estoy muerto?

- No, aún no. Estás en el hospital 12 de Octubre, le dijo ella en un perfecto chino-castizo

-  ¿Me has salvado?

- No, yo solo te he encontrado

- Pues gracias. July ¿Quieres casarte conmigo?

Hyung  Lee soltó una carcajada, le metió una nota en el bolsillo del pijama y se fue.  

Al despertar, Mariano, se miró al espejo y no se reconoció pero no le quiso dar importancia. Tampoco la habitación donde estaba parecía la de un hospital. En un intento de ubicarse se asomó a la ventana para comprobar que el mugriento y húmedo cuarto estaba encima de algún comercio cuyo rótulo luminoso en caracteres orientales tapaba las vistas. Se puso el abrigo sobre el pijama y salió a la calle. Todo le recordaba a su querido barrio de Usera.

Llevaba varias horas deambulando por las calles cuando reparó en otro neón luminoso. Sacó del bolsillo la nota que le había dejado  Hyung Lee –“LA CASA DE MING HOO, TE ESPERO”

-  Coño por fin, Casa Mingo, dijo Mariano en su afán de traducirlo todo, aquí debe ser donde vive July.

Era un local inmenso, pero estaba completamente vacío, ningún comensal. Desde el fondo de la sala apareció una anciana vestida con un qipao rojo que le hizo un gesto para que se acercara.

– Hola Mariano. Te estaba esperando, has tardado mucho, le dijo de nuevo  en un perfecto chino-castizo.

Él reconoció a July en la cara de la anciana.

-  No te asustes, Mariano, prosiguió Hyung Lee o ¿ Acaso dudabas que en el más allá también habría un barrio chino?



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ESTROPICIO A DOBLE ESPACIO                  CARLOS BORT

 

Hoy fue Vicente a su resta

urante chino de confi

anza para ver si ya esta

ban sus rollitos de cochi

nillo adobado con péta

los de azafrán y con toci

nillo de cielo a la menta.

 

(Y no estaban.)