05/07/2024

EL BOSQUE II

 

BOSQUE DE PINOS                                                                JUANA DOMÍNGUEZ

 

Junio llegó a su fin,

el verano arribó ya.

Los deberes, y el trabajo

por un tiempo se abandonan,

como chiquillos alegres

al bosque de pinos vamos,

en compañía o silencio.

Verde menta, muy frondoso,

con arroyos y senderos

que lo cruzan y dan vida.

Ardillas de rama en rama,

jugando a corre y me pillas,

resuenan los carpinteros

marcando su  tac tac tac.

lagartijas, saltamontes

saludan en su rincón.

Agujas, helechos, jaras

un follaje colosal,

donde simular hazañas,

holgar y holgazanear,

chicos, grandes o medianos,

disfrutando su frescor.

Bosque de pinos airosos,

mil gracias por tu presencia.

 

 

                                                               ---------------------------------------------

 

ESCORIA                                                                    SANTIAGO J. MARTÍN

Sólo hubo un momento con mayor éxtasis que aquel que le produjo esa chispa salida del viejo encendedor de mecha.

Se lo había quitado a su hermano mayor unas semanas antes de que falleciera padre. Se veía venir que el anciano transitaba hacia la muerte en los últimos días de su enfermedad.

Suponía Leandro que su hermano no repararía demasiado en la falta del encendedor. La familia estaba pasando el mal trago de la marcha del que había sido faro y boya de todos ellos.

Aquel encendedor de mecha, tenía su historia, que no era nada si la comparábamos con el protagonismo cruel que le iba a dar Leandro en los próximos días.

Su padre fumaba picadillo, como un rito, a la vuelta de las tareas del campo, sentado junto al fuego y el puchero. No hablaba, les miraba y sobre todo les escuchaba, les sonreía, les acariciaba las lágrimas si se necesitaba.

Ese mechero le salvó la vida a su padre cuando estuvo preso, nada más terminada la guerra. Uno de los carceleros quedó encaprichado por los adornos de plata que tenía en chisquero. Y antes de robárselo decidió acelerar su paso por el pelotón de fusilamiento, así no habría ni denuncias baldías, ni amenazas imposibles de cumplir.

La buena suerte de su padre, Tadeo, fue que el cumpleaños del general de brigada, que custodiaba el penal, fue suficiente para indultar de la muerte a los 7 elegidos de esa noche.

No le importó a Tadeo no recuperar su mechero, porque se había llevado una tajada mejor, su vida. Pero esa vida te está esperando en cualquier esquina para darte o quitarte. Y el carcelero chorizo tuvo una noche su merecido cuando intentaba robar la foto de la novia de Alonso, el compañero de celda de Tadeo. No tuvo piedad Alonso, que luego sería ajusticiado tres días después, y propino una tremenda paliza al ladrón, dejándolo maltrecho por una buena temporada. Allí en el suelo quedaron varias muelas, mucha sangre y el mechero de Tadeo, que no tardó en recuperar.

Una nueva amnistía, esta del generalísimo, devolvieron al Tadeo republicano, reconvertido en miembro obligatorio de la Falange, de la que se escabulló como pudo, algo que no fue difícil en  los valles cercanos a Albarracín.

El bosque era la vida de la familia. Todos resineros y todos fieles a la vida a la intemperie. Y ahora se moría Tadeo. La herencia del hombre no volvería ricos a ninguno de sus hijos, pero les aseguraría el sustento si sabían repartirse bien las tareas y si no se peleaban entre ellos. La paz había dibujado a esa familia.

El problema era Leandro. Estaba harto de tanto bosque, de tanta resina, de tanto hermano mayor que le daba órdenes. Leandro era raro, apartado, silencioso, cruel con todo aquel que quería conocerle mejor, era un hombre solo.

Se acercó a un pequeño montículo que había hecho con sus manos. Allí había tamuja, restos de hierbas secas y mucho odio. Odio a toda la vida que tenía a su alrededor.  Y justo a ese lugar fue a parar la chispa de su breve felicidad  y del mechero de su padre.

La sierra ardía en pocos minutos ante la desesperación de todo el pueblo, ante el grito ahogado de las aves que se desplazaban moribundas con las alas ardiendo.

No sería necesario ese verano hacer el reparto de las tareas de poda y las marcas del sangrado de resinas. Este año ya no iría refunfuñando Leandro al bosque, nadie discutiera con él.

No habría bosque. Todo calcinado, perdido, abrasado. Y entre sus cenizas las de su verdugo, que mientras ardía rodeado por las llamas, todos perdimos la oportunidad, por primera vez, de verlo reír.