LA MIRADA DE AI MING MANUEL GIL
Sara había vivido ahí toda la vida y sin embargo, a pesar de que la evolución del lugar había estado a ojos vista todos estos años, no había sido muy consciente de la profundidad del cambio que había experimentado su entorno. Todo el mundo hablaba del Chinatown de Madrid y ahora lo contemplaba y le gustaba. Quizás los últimos años, los del deterioro de la convivencia con su pareja, los del estrés que le había causado un trabajo con el que jamás estableció una relación de amor, le habían puesto delante los árboles que le impedían ver ese bosque.
Prejubilada y recientemente divorciada, intentaba
situarse de nuevo en el mundo, encontrar su lugar, recuperar tanto tiempo
malgastado.
Paseaba por la calle Dolores Barranco que era
perpendicular a la suya. Todos los comercios eran chinos, agencias de viajes,
peluquerías restaurantes, supermercados… Recordaba que cuando era pequeña, en
el barrio no había chinos, al menos ella
no recordaba ninguno, pensó, mientras pasaba por delante del bar a donde iba
con su padre al aperitivo de los domingos, hoy era un reputado restaurante
cantonés.
Tenía ganas de comer ahí, pero nunca había visto el
momento. Se lo había propuesto a Pepi, su vecina, pero siempre tenía algo que
hacer. Ese día, aunque le sabía mal entrar a un restaurante sola, se decidió.
Tenía que empezar a desechar prejuicios, a ser una mujer empoderada sin los complejos que la vida le había hecho
acumular.
El ambiente era acogedor, aunque alguna flor de
plástico, le restara encanto. Peleó con el código QR para pedir y vio al cabo
de unos minutos, como un robot aparecía con la comanda. Una sopa de miso acabó
aterrizando sobre su pantalón. Entonces apareció; una amplia sonrisa en su
juvenil rostro y esa mirada, una mirada hermosa y tranquilizadora, la
relajaron.
- Perdón señola, el robot, tiene un día
malo.
Le trajo con qué limpiarse. Un nuevo cuenco de sopa
llegó en una bandeja que manejaba con maestría aquel joven. No le cobraron y el
muchacho se deshizo en amabilidades hacia ella.
Nunca pensó que le gustaría un chino, le parecía que
los individuos de otras etnias diferentes a la nuestra, eran iguales,
indistinguibles unos de otros, no, no la convencían, pero el que tenía enfrente
era un joven muy guapo, alto, esbelto, pelo negro, labios carnosos, y los ojos,
esos ojos que hablaban, que cautivaban.
Todavía recordaba cuando lo inauguró el entonces
alcalde don Enrique Tierno, él no habría podido imaginar que el diseño, con ese
templete al lado del lago artificial, los cerezos, las gaviotas planeando, la
música que acompañaba los movimientos armónicos del tai chi de un numeroso
grupo de chinos, dibujaban una estampa típica de los tapices aquellos que
recordaba de niña en los libros de geografía evocando al gigante asiático.
¡Como había cambiado todo! En su niñez era extraño ver a un extranjero en su
barrio, los negros, los chinos eran para ella los estereotipos de las huchas de
cerámica con que las hacían postular en el colegio de monjas para el Domund.
“Para los negritos, para los chinitos” repetían por la calle, blandiendo las
huchas con la forma de las cabezas de las distintas razas.
Aquella mañana el cielo aún tenía restos del color
rojizo del amanecer, corría una ligera brisa y tras unas carreras se paró a
observar como el grupo de chinos empezaba con sus ejercicios de tal chi.
Estaban de espaldas a ella, pero en uno de los movimientos se dieran la vuelta
y sus ojos encontraron los de él. Sí, allí estaba el muchacho del restaurante,
flotando en aquel escenario con su cuerpo grácil y elástico. Una sonrisa se
dibujó en su rostro cuando la vio, ella se la devolvió y continuó su camino, sin poder evitar la
extraña sensación que le provocaba aquel chico.
El más grande de los dragones desfilaba por delante de
ellas cuando uno de los que lo manejaban con unos largos palos le acercó el
cuerpo de tela para que lo tocara, trae buena suerte. Otra vez esos ojos, otra
vez él. ¿Era casualidad? ¿era una señal? De nuevo sonrió mientras la miraba
intensamente. No comentó nada a sus amigas para las que no había pasado
desapercibido el momento.
Decidió volver al restaurante, “debo estar loca” pensó. ¡El es tan joven! Quiso ponerse un body que siempre le sentó muy bien, pero se le había quedado grande, le hacía huecos en la zona del pecho. Se impuso una visita a Zara y una larga sesión de maquillaje que dieron como resultado la mejor versión de quien, a pesar de los años y del abandono, conservaba trazos de su juvenil belleza.
No hubo robot en aquella cena, Ai Ming, la atendió personalmente, disfrutó los platos que le recomendó y cuando el local estaba casi vacío y apuraba un té, él se sentó a su lado. Conversaron, se contaron cosas, le dijo que era una mujer hermosa, que desde que la vio por primera vez, le había impresionado. La charla derivó hacia su atareada vida laboral, comentó que además del restaurante daba masajes orientales en un pequeño local. Ella lo miró fijamente y tal vez animada por el vino consumido, además de por la irrefrenable atracción que sentía hacia él, con la respiración entrecortada y en un tono apenas perceptible le preguntó.
- ¿Con
final feliz?
Inmediatamente el calor la invadió y sintió vergüenza,
jamás había tenido un atrevimiento tan descarado con un hombre. Contuvo la
respiración para ver la reacción de él ante la pregunta, y la respuesta fue una
enorme sonrisa y una mirada de esos ojos que la embrujaban y que le abrían las
puertas del jardín de las delicias.
Apretó el timbre del pequeño local en el primer piso de un anticuado edificio del barrio, se sentía nerviosa y excitada, la puerta se abrió y apareció Ai Ming con su habitual sonrisa y la mirada que la transportaba al mejor de los mundos. Todo transcurrió en un ambiente casi onírico las manos de seda del muchacho la recorrieron, un fondo musical suave con una melodía china, unas bellas flores amarillas, unas hierbas que ardían expandiendo un aroma desconocido para ella…
Despertó y no sabía cuánto tiempo llevaba allí, llamó al chico y no obtuvo respuesta, se vistió y sintió miedo ¡Y si la había dejado allí encerrada! Fue hacia la puerta y abrió sin dificultad. Estaba extrañada, si había tenido que irse ¿por qué no la había despertado?
EL MUNDO DE YULÍN MARÍA ISABEL RUANO
Cuando Yulín acudió al colegio era
noviembre. La directora le acompañó hasta mi clase a media mañana, tras hacer
los trámites en secretaría y allí lo dejó sin más información excepto el dato
de que, “no sabía nada de español y acababa de llegar de China”. Reconozco que
este tipo de incursiones, a destiempo y sin aviso previo e interrumpiendo la
dinámica del aula, me ponían muy nerviosa e incluso me costaba controlar el
enfado que me causaba. Sentí que era la última prueba que me faltaba para
valorar mi vocación.
Pero la extrema timidez de Yulín y su
mirada, profundamente oscura, me desarmaron.
Estábamos en el último curso de
infantil y mis alumnos con cinco o seis años conocían todas las letras y
comenzaban a leer con cierta fluidez. Yulín pasó el resto de la jornada sin
moverse, pero escuchando con mucha atención. Los compañeros intentaron
integrarle en los juegos y se dirigían a él con la máxima naturalidad. Fue cuando puse ante él una bandeja de
colores y folios en blanco cuando percibí en su mirada una luz muy prometedora,
aunque tardó varios días en decidirse a pintar. Se portaba muy bien en clase,
escuchaba con mucha atención y nunca hablaba. Poco a poco se fue integrando en
el aula desde un segundo plano y a través de la observación.
Poco pude saber de su familia, al
parecer sus padres trabajaban en un restaurante chino en la zona, pero no
conseguía contactar con ellos. Yulín era de los primeros en llegar al colegio,
a los “desayunos del cole”, se quedaba al comedor y a las actividades
extraescolares. Ni siquiera supe si su nombre se escribía tal y como yo lo
hacía.
Cerca de la Navidad, llenaba folios con
muchos colores, comenzaba a balbucear las primeras palabras en español. “tú
buena”, “yo aprender, enseñar a padres”… sonreía a los compañeros y comenzaba a
jugar en el aula.
A pesar de que nunca me han gustado los
restaurantes chinos puede que, por un prejuicio indefinido, relacionado con el
origen de su carne, los fines de semana acudí a los más cercanos al colegio,
pero nunca conseguí ver a Yulín en ninguno de ellos.
Durante el segundo trimestre Yulín
aprendió muy deprisa, prefería dibujar y repasar las grafías de las letras a
jugar con los compañeros. Debo confesar que me encariñé mucho con él, que pocas
veces he conocido a un niño tan inteligente y aplicado y que, contra todo
pronóstico, llegado el mes de junio, leía y hablaba con soltura. Siempre he
admirado en los niños su capacidad de aprendizaje y más si estaba acompañada
del tesón y de la inteligencia. Era parte de la magia de mi labor. Una magia
difícil de explicar pero que compensaba todos los esfuerzos.
Con los preparativos de la fiesta de
fin de curso y de la graduación, Yulín dejó de venir al colegio. En vano
pregunté en dirección, no contestaban al teléfono y no hubo manera de localizar
el restaurante chino en el que, se suponía que trabajaban sus padres. No regresó
al colegio al curso siguiente.
Me sentí vacía y desilusionada y a
pesar de los años transcurridos todavía me acuerdo de él. Albergo la esperanza
de que algún día me lo encuentre en algún restaurante chino, claro que a penas
los frecuento y dudo que lo pudiera reconocer. Pero de lo que estoy segura es
que él sí me reconocería a mí. Y lo que es más importante, confío en que su
mundo esté tan lleno de color como los dibujos que hacía en el aula.
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USERA FAKE FERNANDO JIMÉNEZ
A una fatal
racha de pérdidas familiares se le unió el despido improcedente de su trabajo en
una tienda de alpargatas
recauchutadas y para colmo su querido perro, Rulfo, se había fugado a la casa
de su ex. Todo ello le había llevado a tomar la decisión de suicidarse,
eligiendo la que suponía que era la forma menos traumática y económica, dejar
de comer.
Una noche
cuando ya estaba a punto de conseguir su objetivo llamaron insistentemente a su
puerta y con las últimas fuerzas que le quedaban, abrió la puerta. Allí estaba
ella, Hyung Lee, con un tupper de ternera en salsa de bambú con champiñones. Era
evidente que se trataba de un error, pensó, pero tras varios días sin probar
bocado el aroma que provenía del tupper le hizo perder el conocimiento y caer a
los pies de la joven china. Al despertarse ella seguía a su lado, sentada en la
cama del hospital.
– Hola, me
llamo Hyung Lee.
- Hola July,
yo me llamo Mariano, creo. ¿Estoy muerto?
- No, aún
no. Estás en el hospital 12 de Octubre, le dijo ella en un perfecto chino-castizo
- ¿Me has salvado?
- No, yo solo
te he encontrado
- Pues
gracias. July ¿Quieres casarte conmigo?
Hyung Lee soltó una carcajada, le metió una nota en
el bolsillo del pijama y se fue.
Al
despertar, Mariano, se miró al espejo y no se reconoció pero no le quiso dar
importancia. Tampoco la habitación donde estaba parecía la de un hospital. En
un intento de ubicarse se asomó a la ventana para comprobar que el mugriento y
húmedo cuarto estaba encima de algún comercio cuyo rótulo luminoso en
caracteres orientales tapaba las vistas. Se puso el abrigo sobre el pijama y
salió a la calle. Todo le recordaba a su querido barrio de Usera.
Llevaba
varias horas deambulando por las calles cuando reparó en otro neón luminoso.
Sacó del bolsillo la nota que le había dejado Hyung Lee –“LA CASA DE MING HOO, TE ESPERO”
- Coño por fin, Casa Mingo, dijo Mariano en su
afán de traducirlo todo, aquí debe ser donde vive July.
Era un
local inmenso, pero estaba completamente vacío, ningún comensal. Desde el fondo
de la sala apareció una anciana vestida con un qipao rojo que le hizo un gesto
para que se acercara.
– Hola
Mariano. Te estaba esperando, has tardado mucho, le dijo de nuevo en un perfecto chino-castizo.
Él reconoció
a July en la cara de la anciana.
- No te asustes, Mariano, prosiguió Hyung Lee o
¿ Acaso dudabas que en el más allá también habría un barrio chino?
ESTROPICIO A DOBLE ESPACIO CARLOS
BORT
Hoy fue Vicente a su resta
urante chino de confi
anza para ver si ya esta
ban sus rollitos de cochi
nillo adobado con péta
los de azafrán y con toci
nillo de cielo a la menta.
(Y no estaban.)
Releer los relatos chinescos de mis compañeros , es abundar en la sonrisa y en la satisfacción de saber cuanto puedo aprender de ellos.
ResponderEliminarMuchas gracias Araceli. El aprendizaje y el placer de la lectura es una espiral de la que todos nos beneficiamos.
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