LA PROMESA ANTONIO LLOP
Un ligero olor a humo despertó a Bernardo. Miró al cielo en
busca de un rastro de incendio. Estaba azul y sin una nube. Salió del saco de
dormir con el cuerpo entumecido y miró a Francisco. El muchacho dormía a su
lado envuelto en una manta sobre un lecho de hojas de roble. En su cabeza una
ceja atravesada por un aro de metal y un tatuaje de tentáculo que subía desde
el final de su camiseta hasta la mitad del cuello. Bernardo sacó los
prismáticos y los dirigió hacia arriba de la montaña. A través de los árboles
despuntaba la cima del espolón de Risco Mediano, una vista que tantas veces
había compartido con Manolo, el padre del muchacho. Una pared de roca,
desafiante, a esa hora de la mañana rodeada por la misma neblina que entonces,
como si el tiempo no hubiera pasado.
-Esa es la famosa pared, ¿no? –dijo Francisco, que acababa
de levantarse.
-Sí, en esa y en otras disfruté de la escalada con tu padre.
Bernardo miró a la urna metálica que asomaba por su macuto y
se emocionó.
-Vaya promesas que os hacíais los jóvenes de vuestra época
–dijo el muchacho mientras sacaba el camping gas para calentar el agua.
-Si te digo la verdad, había olvidado la promesa que le hice
a Manolo hasta que recibí tu mensaje la semana pasada. ¿Tú la conocías antes de
ponerte en contacto conmigo?
-¡Fijo! -respondió Francisco-. Pues no nos daba poco la
brasa el viejo con sus batallitas de montaña. Después de que le descubrieran
que lo suyo no tenía remedio me pidió ayuda para buscarte. Le devolvían los mensajes
que te enviaba porque tendría tu dirección antigua. Yo te localicé con ayuda de
los buscadores. ¿Te extrañó que un desconocido te citase en un hospital?
-No –contestó Bernardo-, porque me dabas detalles que sólo
tu padre podía conocer.
-Ah! Lo del espolón de Risco Mediano y esos rollos -dijo el
muchacho disolviendo el café en una taza de plástico.
-¡Un respeto, chico! Estamos aquí para cumplir la última
voluntad de tu padre –exclamó Bernardo, contrariado.
Una vez desayunaron, el más viejo lavó en un riachuelo las
tazas y las cucharas de plástico. Cuando se incorporó para continuar la marcha
sintió un dolor punzante en la zona lumbar. Quizás no había sido buena idea lo
de vivaquear allí, pero eso formaba parte de la promesa. Seguro que su espalda y
Francisco habrían agradecido pasar la noche en la pensión del pueblo.
Los dos hombres siguieron la subida por el bosque de robles.
El olor a humo se hacía cada vez más intenso.
-Alguien ha encendido una buena fogata –dijo Francisco-.
Bueno, abuelo cuéntame lo que pasó en la pared el día de la promesa, así nos
entretenemos, que esto de andar por andar es muy aburrido.
>Aquel día en el espolón, llegamos a una placa que tenía
bastante dificultad. Tu padre inició la escalada de ese tramo en cabeza. Yo le
llevaba atado a mi arnés. Antes de subir había caído un chubasco y la roca
estaba resbaladiza. Cuando llegó a un paso delicado se escurrió antes de que yo
lo asegurara. Al notar que caía pegué mi espalda a la roca para aguantar el
peso de su cuerpo y evitar que me arrastrara. Por suerte para los dos quedó
retenido en una repisa, no sin antes recibir varios golpes. La situación era
muy peligrosa, tu padre, herido, ya no podía aguantar mucho más. Descendí como
pude hasta la pequeña plataforma. Luego lo descolgué con cuidado antes de
iniciar mi rapel. En aquella época no había móviles para pedir que vinieran a
recogernos por lo que, ya en la base, improvisé una camilla con nuestros
bastones de marcha y las cuerdas. Sujeté la camilla a mi cintura y arrastré a
Manolo como pude. Menos mal que encontré a otros montañeros en el camino que me
ayudaron a llevarlo hasta el pueblo en una caminata agotadora. Fue durante ese
trayecto cuando, habiendo visto la muerte tan de cerca, a tu padre se le
ocurrió aquello: “Cuando muera me gustaría que alguien esparciera mis cenizas
por la pared del espolón de Risco Mediano”. Yo me ofrecí a cumplir sus deseos
si él hacía lo mismo conmigo en el caso de que yo muriera antes. La verdad es
que en esos momentos éramos muy jóvenes y ninguno de los dos pensábamos en
morir. No se nos ocurrió que hasta que llegara esa hora pudiera pasar tanto
tiempo que ya casi no tuviéramos fuerzas para cumplir la promesa.
-Por eso quiso mi padre que viniera –dijo Francisco-, para
que fuera yo quien hiciera el trabajo duro de subir a la pared a tirar las
cenizas desde arriba ¿no?
Bernardo miró la cintura abultada del muchacho y sonrió.
-Eso de subir una pared de roca no se aprende en las
discotecas, chico. No te ofendas, pero aún a mis años estoy seguro de que podría
hacerme un par de largos antes de que tú consiguieras atarte las botas de
escalada. Además no hemos traído material. Tu pobre padre ya me lo dijo en un
susurro cuando se despidió de mí: “Ya sabes, por la noche tenéis que vivaquear
en el robledal. Y a la mañana siguiente esparcir las cenizas en la base del
espolón. No quiero que mi hijo se mate. Y tú ya no tienes edad para escalar”.
-Entonces, ¿por qué se empeñó en que viniera contigo?
-Hay otros valores que adquirimos en la juventud y que no
tienen que ver con la fuerza física. Por ejemplo la confianza en el amigo
dejándole en sus manos nada menos que tu vida. Estoy seguro de que tu padre
quería que aprendieras hoy alguno de esos valores.
Siguieron subiendo por el bosquecillo para encontrar el paso
en la cima, una travesía rocosa que les llevaría al espolón de Risco Mediano.
Bernardo empezó a notar sus lumbares más cargadas.
El humo ya se hizo visible y hacía dificultosa la
respiración de los dos hombres. El más viejo se dio cuenta de que aquello no
era una fogata cualquiera sino algo más grave. En efecto, salieron a una
plataforma desde la que se divisaba el monte que estaban subiendo. Una lengua
de fuego ascendía a media ladera. El
viento la movía como un látigo que engullía a robles de más de cinco metros
como si fueran palillos. El ruido del crepitar de las llamas era sobrecogedor.
No quedaba otra opción que subir hasta la cima donde había menor densidad de
árboles.
-¡Corramos hacia arriba! –gritó Bernardo.
A pesar de que la barrera de robles se disolvía poco a poco,
la carga de sus lumbares ya era insufrible para Bernardo. Su pecho también
estaba a punto de estallar. En medio del humo, le dijo al hijo de Manolo:
-Yo no puedo más. Toma la urna con las cenizas de tu padre.
Encárgate tú de vaciarla en la base del espolón. Apenas te quedan cincuenta
metros de bosque. Ve siempre hacia arriba, hasta el pasaje de Risco Mediano.
Aquello está pelado de árboles y ya no tendrás problemas con el fuego.
Pero en aquella carrera de relevos nadie recogió el testigo
del corredor agotado. La urna quedó en las manos del más viejo. Estaba tan
cansado que ni se había dado cuenta de que, antes de terminar su discurso,
Francisco, asustado, ya se había perdido corriendo entre el humo monte arriba.
Bernardo, rendido, se sentó bajo unas rocas, como tantas
veces hiciera en compañía de Manolo para guarecerse de las tormentas. Abrazó la
urna, la abrió, y esperó a que el fuego le uniera con su amigo, y el viento
cumpliera el último deseo de ambos.
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EL BOSQUE DE LA EDAD MARÍA
ISABEL RUANO
Adentrarse en el bosque
es ir perdiendo la noción del color.
Dejar que el cielo se esconda,
fundirse en verde y marrón.
Sentir la humedad,
el crujir de las ramas,
la caricia de la hierba.
Las agujas de los pinos
que aplastadas en la tierra
mitigan el afilado roce del dolor.
El tiempo se desvanece.
Crece el bosque,
avanzas despacio,
con la conciencia tranquila
sereno respira el corazón.
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BOSQUE DEL ALMA MANUEL
GIL
Bosque
de misterio, bosque sombrío,
bosque
de espinos, de recuerdos,
bosque
de brujas de trasgos,
objeto
inerte de todos los miedos.
De
recelos y supersticiones
que
aparecen en los malos sueños.
Símbolo
de oscuridades,
morada
de aquelarres siniestros.
Ancestro
natural de hadas,
hábitat
de duendes y elfos.
También
bosque de refugio
que
en mi lectura infantil hizo levantar el vuelo
a mi
ideal de justicia junto a Robín
y
sus desarrapados compañeros.
Destilas
licores de rocío,
bosque,
cuando bostezas somnoliento.
Bosque
de los deseos,
que
limitas al norte con el monte de Venus.
Al
etéreo azul, le cuesta penetrar tu espesura
y
tras un viaje entre hojas y helechos,
un
intrépido y fugaz rayo de luna
besa
tu húmedo y umbrío suelo.
Bosque
de gnomos, ninfas y faunos,
las
leyendas marcan tus senderos.
Constelaciones
de luciérnagas
llenan
tu bóveda de luceros
creando
un universo propio
en
las noches pintadas de negro,
componiendo
extrañas sinfonías
que
vibran en un sordo concierto.
Te
busco, hacia ti van mis pisadas,
y me
sosiego cuando en ti me interno,
hollando
con mis pies tus mullidas entrañas,
telúrico
claustro materno.
Me
llamas, ejerces sobre mí tu influjo,
me
someto a tu aura, a tu silente aliento,
a tu
encanto, a tu mágica seducción
y
muero por desvelar tus secretos.
Aunque
a veces tus árboles no me dejen verte,
bosque
del alma, bosque eterno.
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COLGADA DE MIS RECUERDOS ARACELI DEL PICO
He
vuelto. Me he abierto paso a través de los árboles centenarios, altos,
altísimos, cuyas raíces profundas, han alcanzado su objetivo y salen a la
superficie como si de una maraña juguetona se tratara. Se montan unas sobre
otras y observándolas con atención parece un mapa mundi que delimita países,
marca ríos y las más altas son las cordilleras de mi imaginación.
Ese árbol, cuyas raíces yo saltaba con
cuidado, poniendo el pie, muy pequeño entonces, en cada hueco, para evitar
caerme y cruzar el puente sobre el Eresma para alcanzar la poza, que cubría la piedra milenaria. La boca del
Asno. Ésta, como otras muchas, recibía el nombre, que su perfil señalaba. A mí,
la verdad, me costó tiempo ver esa boca. A fuerza de explotar mi imaginación y
por la fe que me ofrecían mis mayores que lo veían tan claro, acabé viendo la
“Boca” y hasta oyéndole rebuznar.
Todo era idílico en aquel paraje. El agua
cristalina y helada te recibía con abrazos de espuma que formaba la cascada
cayendo desde la poza superior y un poco más alta. Mis ojos de niña, la veía
como la más espectacular de las cataratas, de mis libros o alguna película.
Y volvía a casa de mis tíos, con una caja
llena de bichos. Insectos, hormigas, lagartijas, cualquier cosa, que pudiera
coger con mis manos, era un trofeo a defender frente a Pablito. Mi amigo
adorable, que apoyaba y cargaba con mis culpas, para evitar que tía Carmen me riñese
por coger “esas
porquerías”. Era el hijo del otro guarda. Y vivíamos en la magnífica casa de
piedra recién construida junto a la carretera, para alojar a los forestales.
Hoy es un centro de interpretación. Las paredes que arroparon mis sueños se han
convertido en un espacio cultural para comprender el entorno. Llenos de luces,
ordenadores y otros recursos avanzados. Allí donde no había luz, ni siquiera
agua.
Pero quién necesitaba luz? Si unos
magníficos quinqués iluminaban las estancias y las sombras que proyectaban eran
las hadas que me ponían al corriente de lo que ocurría a mi alrededor.
Y quien necesitaba agua? Si nada más cruzar
la empedrada carretera, un manantial brotaba generoso ofreciendo vida.
Detrás de la casa el huerto. Y la voz de la
entrañable tía Carmen repitiendo.
-
Vamos
niña, ves a coger unas patatas y unas judías verdes.
-
Tía,
no me gustan las judías.
-
A mí
tampoco me gusta, que no te gusten. Y aquí, quien manda?
Agachaba la
cabeza mohína. Y obediente las comía. Hoy son para mí un manjar.
Ordeñar las cabras, y la vaca Estrella, por
la mancha blanca sobre su testuz.
Pero lo mejor, cuando mi tío, llegaba a
casa y bajándose del caballo me ofrecía dar un paseo. Me cogía en volandas y
sin soltar él las riendas, dábamos un trotecillo por el bosque. Mientras la tía
guisaba aquellas truchas recién cogidas del Eresma.
Todo era puro. Se disfrutaba cada momento
del día. Y la noche con ese ambiente limpio y lleno de paz, te permitía contar
las estrellas y yo ignorando su nombre real, las bautizaba con otros que me apuntaban
las hadas de los reflejos del quinqué.
Los recovecos de la mente te conducen por
caminos sinuosos y escondidos, pero no olvidados. Tan sólo dormidos. Y me
llevan por un sendero del bosque, donde un día creí ver una gran serpiente.
Puse pies en polvorosa, y regresé a casa gritando.
-
He
visto una serpiente enorme.
-
Y
donde la has visto?
-
En el
camino que va a Los Asientos.
Mi tío cogió una pica y con aviesas
intenciones para la serpiente , allí se dirigió.
-
Voy
contigo.
-
NO. Tú
quedas aquí.
-
Pero
tan solo yo, se dónde está.
-
He
dicho que tú te quedas aquí.
No obedecí. Le seguí a cierta distancia.
Y allí estaba enroscada y con la cabeza alta muy tiesa. Cuando vi que mi tío
con toda naturalidad la cogía con la
mano, lancé un grito te terror. Se volvió sonriente y con cara de pícaro me
dijo:
-
De
modo que una serpiente, eh? Es la camisa de una serpiente boba.
-
Que
eso de la camisa de la serpiente. Las serpientes no tienen ropa.
Me explicó el proceso de muda y por
desobediente, me obligó a llevarla puesta alrededor del cuello hasta llegar a
casa. La colgó en mi cuarto y allí
estuvo todo el verano.
Me forjé en mis vacaciones durante nueve
años, en aquel bosque ideal. Aprendí a amar y respetar la naturaleza. Y también
a los animales. Bueno. No a todos. El repelús a las serpientes no tiene
arreglo. Ese collar que por desobediente lucí en el paseo de vuelta, no ayudó
mucho.
He regresado aquí porque, ayer en mis
sueños, he visto a Pablito. Le he visto tal como debe estar ahora, si es que
vive. Calvo, arrugado y menguado el brillo de sus ojos grises. Como me vería
él, si me soñara. Es el paso del hombre por la vida, que no se renueva.
La naturaleza tiene más suerte que nosotros.
Se renueva. Aunque tiene un enemigo directo. El ser humano.
Relatos y poesía, hoy el blog nos ilumina con historias vividas y que no se olvidan fácil. Geniales escritores que nos hacen disfrutar y soñar .
ResponderEliminarCon el relato de Antonio "La promesa" un suspiro se me ha escapado tras releerle. Con una ambientación detallada, reforzada por los diálogos, nos cuenta una entrañable historia de solidaridad, compañerismo y valores que no dejará indiferente a ningún lector. La escena final es sobrecogedora y prefiero no pensar en la conciencia del hijo tras su huida.
ResponderEliminarEl poema de Manuel, "Bosque del alma" invita a leerlo una y otra vez. Las imágenes, puras metáforas, hacen un repaso vital lleno de sensaciones y recuerdos, de símiles muy cercanos que nos invitan a adentrarnos, sin temor, en ese bello bosque que me llena de serenidad. Muy hermoso Manuel.
ResponderEliminarCon sus recuerdos y muy unida a ellos, Araceli, nos cuenta, con sensibilidad y cercanía, las sensaciones que sus primeros años de vida en contacto con la naturaleza, le causaron. En un discurrir íntimo y sosegado por el que nos permite adéntranos en sus vivencias como si fueran nuestras. Comprendo perfectamente las desagradables sensaciones que la serpiente y su camisa, dejaron impresas en su memoria. Nuestros mayores, siempre con la mejor voluntad y en su afán por hacernos mayores, nos sometían a pruebas muy duras. Pero por encima del miedo, predomina la belleza , la nostalgia y la serenidad que nos transmite este relato.
ResponderEliminarGracias compañeros, Antonio tu prosa, puro deleite. Y la poesía de Manuel y María Isabel es un compendio de metáforas envidiables.
ResponderEliminarY mil gracias por valorar mi relato.